jueves, 7 de mayo de 2020

VERDAD, SIGNIFICACIÓN Y SENTIDO.


Existe hoy la opinión, bastante generalizada, de considerar como único conocimiento fiable el que proporciona la ciencia. Una parte del éxito de este tipo de conocimiento se debe a su contribución al dominio de la naturaleza y al bienestar de los hombres. Los descubrimientos en el campo de la Física, la Química o la Biología, por ejemplo, han servido para hacer la vida más cómoda y segura. Pero también ha contribuido a su prestigio el que sus cultivadores hayan logrado el consenso suficiente sobre cómo tratar los problemas que se plantean. Ellos delimitan bien el objeto de su investigación, sujetan sus hipótesis explicativas a un lenguaje riguroso, y los procedimientos para contrastar la veracidad de sus hipótesis son claros y repetibles por cualquiera que reúna las condiciones para hacerlo. Sus resultados pueden ser enseñados, mostrados a otros, bien para ser aprendidos o criticados.
Gracias a esta forma de proceder, la ciencia ha puesto al descubierto una enorme cantidad de fenómenos de la Naturaleza, tanto en el campo de lo microscópico como macroscópico. Conocemos más cosas del universo y de los elementos que constituyen la materia y la vida. La ciencia no solamente nos ha descubierto hechos que escapan a la percepción común, sino que ha ido estableciendo las leyes que regulan esos hechos y ha elaborado teorías con las que se explican amplios campos de la realidad.
El contenido de la ciencia está, pues, formado por las respuestas que los hombres han logrado a cierto tipo de preguntas sobre la realidad. ¿Qué tipo de preguntas? Aquellas que la nuda presencia de las cosas provoca a su inteligencia. Preguntas tales, como saber el porqué de los cambios de la Luna, a qué se debe que los colores del arco iris sean esos y no otros, cómo es que, en ocasiones se producen heladas tardías o cómo enferma su cuerpo y qué remedios pueden sanarlo. Preguntas cuya respuesta exacta le permiten conocer mejor la complejidad de la realidad y pueden ayudarle a tomar decisiones acertadas para su bien.

Ahora bien, esa exactitud se ha ido logrando en la medida que se ha ido eliminando el sujeto concreto que formula la pregunta y la respuesta. Es decir: en la medida que se han ido suprimiendo los sentimientos, creencias, deseos y demás aspectos del yo que conoce. Todos esos elementos son tachados de “subjetivos”, es decir, interferencias en el conocimiento objetivo de la realidad. En la ciencia moderna las dicotomías sujeto - objeto, cuerpo – espíritu, fenómeno – nóumeno, voluntad – representación, etc. se han ido superando por la eliminación del sujeto, el espíritu o la voluntad. Estos elementos parecen estar de más en las explicaciones de las cosas o del actuar humano para la ciencia moderna.
Esta situación del conocimiento puede ser ilustrada por el aforismo 5.631 del Tractatus Logico-philosophicus de Wittgenstein: “El sujeto pensante, representante, no existe. Si yo escribiese un libro titulado El mundo como yo lo encuentro, debería referirme en él a mi cuerpo y decir qué miembros obedecen a mi voluntad y cuáles no, etc. Este sería el método para aislar al sujeto o aún mejor para mostrar que en un sentido importante no hay sujeto; precisamente sólo de él no se podría hablar en este libro”. Y no hubiera podido hablar de él porque el sujeto es “el límite del mundo”[1], y, por consiguiente, no entra en él. De ahí que corrija a Russell, el cual entendía el enunciado <<A cree que p>> como la expresión de la relación entre un pensamiento y un hecho; para Wittgenstein <<A cree que p>> tiene la forma <<’p’ dice p>>, donde el primer p es también un hecho, no un objeto simple, un pensamiento, un alma, sino sencillamente, el hecho de decir[2].
Sirva esto de ejemplo de la tendencia a suprimir el sujeto del campo de conocimiento, por más que resulte “profundamente misterioso[3].
Con esta tendencia a eliminar el sujeto, de limitarse a la objetividad, la ciencia (y sus resultados, los enunciados científicos) deviene fáctica, no solamente en el sentido de que trata de hechos, sino que ella misma es otro hecho más. Se da así la paradoja de que ciencia puede producir “verdades”, pero no puede orientar al hombre en su vida. Y no puede porque, por principio, se ha desentendido de él. De ahí que, a pesar de tanta ciencia, el hombre concreto se siente cada vez más confuso y desorientado. Su situación se asemeja a la de aquel a quien le han proporcionado las piezas de un puzzle, sin enseñarle la imagen que le permite montarlo. La racionalidad científica padece de una limitación fundamental: la de no proporcionar al hombre el fundamento que dé unidad y sentido a su experiencia de la vida. La ciencia no proporciona ese fundamento sencillamente porque no puede. Ella nació para saber exacta y fehacientemente lo que hay, en un movimiento de acercamiento analítico a las cosas.

Pero la necesidad de esa imagen que permita interpretar y dar unidad a su realidad es consubstancial al hombre, y la afirma incluso cuando la niega. Cuando declara que “no hay ninguna imagen válida universalmente”, esto ya orienta su pensamiento en la dirección determinada de ver en censura toda respuesta positiva a la unidad de los hechos que hay. También existe la posibilidad de desentenderse de la búsqueda de tal unidad, un vivir “en indiferencia” respecto a aquello que sea el fundamento de su vida. El existir humano, que no puede renunciar a su conciencia, lleva envuelto una opción frente al fundamento unificador de lo que hay.
Todo saber reclama un entender, y esto es distinto de saber. Sabemos muchas cosas que no entendemos. Para entender se precisa una activa participación del sujeto concreto en el saber. Ese activo tomar parte consiste en contemplarlo interrogativamente. Y las preguntas se hacen desde lo que uno es y según sea su estar en la realidad. Aquello que las verdades factuales significan se entiende según las concretas transformaciones de la conciencia de uno mismo, pues es ella la que abarca en una mirada la totalidad de lo que hay. Y esto no se logra sin ejercicio, el ejercicio que significa una vida intelectual[4]. Solamente así las diversas verdades muestran su unidad subyacente y adquieren significado, pues sitúan al sujeto ante la verdad de las cosas. Es esta verdad en singular la que hace posible que las meras cosas adquieran su valor propio, y ocupen un lugar determinado                       en la construcción del sujeto y su mundo.
Y esta construcción no se da arbitrariamente ni en solitario. Se hace en diálogo: diálogo con uno mismo, con los otros, con su tiempo y con su historia. El es la condición para que pueda ser descubierto el significado de las cosas. Y ese diálogo es posible allí donde hay logos diversos, no iguales, aunque si que estén todos en el mismo lado. Un diálogo meramente entre iguales, sin ninguna cualificación, equivaldría a un monólogo a diversas voces: no facilitaría ningún avance. Los interlocutores deben estar cualificados para que las preguntas que mueven el diálogo surjan desde la experiencia del camino explorado. Esto no impide descubrir nuevos caminos, y sí evita tomar caminos equivocados.
El mismo hombre que busca entender a las cosas y a los demás hombres busca también ser entendido, comprendido. Necesita descubrir el para qué de todo ese movimiento de relación con el mundo, con los otros y consigo mismo. De hecho, vive siempre en un para qué, implícito o explícito. Toda su actividad viene acompañada de un sentido. Aun cuando sea la nada su horizonte, lo vive como trascendencia que justifica su forma de estar en el mundo. Y esto tampoco es arbitrario y opcional: es una exigencia del “logos” en que se desenvuelve su vida. Dios es el horizonte hacia el que se mueve su vida, horizonte que se afirma incluso cuando se niega.
Comte interpretó la evolución del pensamiento de la humanidad según la doctrina de los tres estadios. A un estadio mítico-religioso, le siguió un estadio metafísico, y a éste el científico positivo, siguiendo un esquema que iría desde la infancia a la madurez. Aparentemente, la evolución fáctica ha sido así. Pero esta doctrina descuida el hecho oculto esencial de que las ciencias concretas encuentran su fundamento en la Metafísica, y la Metafísica en la religión: solamente a la luz de la religión se entiende su Metafísica, y la luz de la Metafísica, su ciencia. Un hombre maduro que olvidara absolutamente su infancia y su juventud dejaría de ser ipso facto un hombre maduro.
El hombre necesita sustentar su vida en la verdad, que para ser completa necesita tener significado y sentido. Y esto por exigencia de su naturaleza racional.
Decía Alan Watts, “para el liberalismo moderno, la idea de una sociedad espiritualmente unánime parece tan imposible como indeseable”[5]. Pero justamente el abandono de ese objetivo lo realiza, pues todos se han puesto de acuerdo en que no hay tal objetivo común. Y dado el supuesto de que se carece de un objetivo tal, se ha buscado lo común en el campo de los puros hechos, y, como no podía ser de otra forma, lo único común que se ha encontrado es que todos necesitamos alimentarnos, guarecernos, y disponer de ciertas cosas. Es decir, la economía.


A nadie se le puede imponer una determinada concepción de la vida. Comprender el significado y sentido de algo es un acto intelectual individual que se da o no se da. Concluir de ahí que cualquier concepción vale lo mismo que otra es un error. Hoy se entiende el derecho a ser respetado en su pensamiento como el derecho a pensar cada uno según le plazca. De este modo se ha conseguido que prácticamente todos piensen igual: todos dicen lo primero que se les ocurre. Y lo que se les ocurre viene frecuentemente determinado por los creadores de opinión.
El hombre moderno, sin sostén interior, encuentra su justificación espiritual en sí mismo, ya que nadie está en este sentido cualificado para él. En este terreno está sencillamente solo, a merced de la arbitrariedad de sus pensamientos. No solamente no cree en nada, sino que no puede creer. Y esto facilita su manipulación por un sistema que ha hecho de la economía su religión.


[1] L. WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-Philosophicus, 5.6
[2] ibid, 5.542
[3] L. WITTGENSTEIN. Notebooks,5/8/16
[4] Por vida intelectual no entiendo nada libresco o lo que sociológicamente se entiende por “intelectuales”. Vida intelectual es relacionarse con la vida en reflexión, cosa que puede hacerse desde muy diversas situaciones humanas
[5] Alan W. WATTS. La suprema identidad, pg.20.Barcelona, 1978




No hay comentarios:

Publicar un comentario