Existe hoy la opinión, bastante
generalizada, de considerar como único conocimiento fiable el que proporciona
la ciencia. Una parte del éxito de este tipo de conocimiento se debe a su
contribución al dominio de la naturaleza y al bienestar de los hombres. Los
descubrimientos en el campo de la Física, la Química o la Biología, por
ejemplo, han servido para hacer la vida más cómoda y segura. Pero también ha
contribuido a su prestigio el que sus cultivadores hayan logrado el consenso
suficiente sobre cómo tratar los problemas que se plantean. Ellos delimitan
bien el objeto de su investigación, sujetan sus hipótesis explicativas a un
lenguaje riguroso, y los procedimientos para contrastar la veracidad de sus
hipótesis son claros y repetibles por cualquiera que reúna las condiciones para
hacerlo. Sus resultados pueden ser enseñados, mostrados a otros, bien para ser
aprendidos o criticados.
Gracias a esta forma de proceder,
la ciencia ha puesto al descubierto una enorme cantidad de fenómenos de la
Naturaleza, tanto en el campo de lo microscópico como macroscópico. Conocemos
más cosas del universo y de los elementos que constituyen la materia y la vida.
La ciencia no solamente nos ha descubierto hechos que escapan a la percepción común,
sino que ha ido estableciendo las leyes que regulan esos hechos y ha elaborado
teorías con las que se explican amplios campos de la realidad.
El contenido de la ciencia está,
pues, formado por las respuestas que los hombres han logrado a cierto tipo de preguntas sobre la realidad.
¿Qué tipo de preguntas? Aquellas que la nuda presencia de las cosas provoca a
su inteligencia. Preguntas tales, como saber el porqué de los cambios de la
Luna, a qué se debe que los colores del arco iris sean esos y no otros, cómo es
que, en ocasiones se producen heladas tardías o cómo enferma su cuerpo y qué
remedios pueden sanarlo. Preguntas cuya respuesta exacta le permiten conocer
mejor la complejidad de la realidad y pueden ayudarle a tomar decisiones
acertadas para su bien.
Ahora bien, esa exactitud se ha ido
logrando en la medida que se ha ido eliminando el sujeto concreto que formula
la pregunta y la respuesta. Es decir: en la medida que se han ido suprimiendo
los sentimientos, creencias, deseos y demás aspectos del yo que conoce. Todos
esos elementos son tachados de “subjetivos”, es decir, interferencias en el
conocimiento objetivo de la realidad. En la ciencia moderna las dicotomías
sujeto - objeto, cuerpo – espíritu, fenómeno – nóumeno, voluntad –
representación, etc. se han ido superando por la eliminación del sujeto, el
espíritu o la voluntad. Estos elementos parecen estar de más en las
explicaciones de las cosas o del actuar humano para la ciencia moderna.
Esta situación del conocimiento
puede ser ilustrada por el aforismo 5.631 del Tractatus Logico-philosophicus de
Wittgenstein: “El sujeto pensante, representante, no existe. Si yo
escribiese un libro titulado El mundo
como yo lo encuentro, debería referirme en él a mi cuerpo y decir qué
miembros obedecen a mi voluntad y cuáles no, etc. Este sería el método para
aislar al sujeto o aún mejor para mostrar que en un sentido importante no hay
sujeto; precisamente sólo de él no se
podría hablar en este libro”. Y no hubiera podido hablar de él porque el
sujeto es “el límite del mundo”[1], y,
por consiguiente, no entra en él. De ahí que corrija a Russell, el cual
entendía el enunciado <<A cree
que p>> como la expresión
de la relación entre un pensamiento y un hecho; para Wittgenstein <<A cree que p>> tiene la forma <<’p’ dice p>>,
donde el primer p es también un hecho, no un objeto simple, un
pensamiento, un alma, sino sencillamente, el
hecho de decir[2].
Sirva esto de ejemplo de la
tendencia a suprimir el sujeto del campo de conocimiento, por más que resulte “profundamente misterioso”[3].
Con esta tendencia a eliminar el
sujeto, de limitarse a la objetividad, la ciencia (y sus resultados, los
enunciados científicos) deviene fáctica, no solamente en el sentido de que
trata de hechos, sino que ella misma es otro hecho más. Se da así la paradoja
de que ciencia puede producir “verdades”, pero no puede orientar al hombre en
su vida. Y no puede porque, por principio, se ha desentendido de él. De ahí
que, a pesar de tanta ciencia, el hombre concreto se siente cada vez más
confuso y desorientado. Su situación se asemeja a la de aquel a quien le han
proporcionado las piezas de un puzzle, sin enseñarle la imagen que le permite
montarlo. La racionalidad científica padece de una limitación fundamental: la de no proporcionar al
hombre el fundamento que dé unidad y sentido a su experiencia de la vida. La
ciencia no proporciona ese fundamento sencillamente porque no puede. Ella nació
para saber exacta y fehacientemente lo que hay, en un movimiento de
acercamiento analítico a las cosas.
Pero la necesidad de esa imagen que
permita interpretar y dar unidad a su realidad es consubstancial al hombre, y
la afirma incluso cuando la niega. Cuando declara que “no hay ninguna imagen
válida universalmente”, esto ya orienta su pensamiento en la dirección determinada
de ver en censura toda respuesta positiva a la unidad de los hechos que hay.
También existe la posibilidad de desentenderse de la búsqueda de tal unidad, un
vivir “en indiferencia” respecto a aquello que sea el fundamento de su
vida. El existir humano, que no puede renunciar a su conciencia, lleva envuelto
una opción frente al fundamento unificador de lo que hay.
Todo saber reclama un entender, y esto es distinto de saber.
Sabemos muchas cosas que no entendemos. Para entender se precisa una activa
participación del sujeto concreto en el saber. Ese activo tomar parte consiste
en contemplarlo interrogativamente. Y las preguntas se hacen desde lo que uno es y según sea su estar en
la realidad. Aquello que las verdades factuales significan se entiende según
las concretas transformaciones de la conciencia de uno mismo, pues es ella la
que abarca en una mirada la totalidad de lo que hay. Y esto no se logra sin
ejercicio, el ejercicio que significa una vida intelectual[4].
Solamente así las diversas verdades muestran su unidad subyacente y adquieren
significado, pues sitúan al sujeto ante la
verdad de las cosas. Es esta verdad
en singular la que hace posible que las meras cosas adquieran su valor propio,
y ocupen un lugar determinado en la construcción del
sujeto y su mundo.
Y esta construcción no se da
arbitrariamente ni en solitario. Se hace en diálogo: diálogo con uno mismo, con
los otros, con su tiempo y con su historia. El es la condición para que pueda
ser descubierto el significado de
las cosas. Y ese diálogo es posible allí donde hay logos diversos, no iguales,
aunque si que estén todos en el mismo lado. Un diálogo meramente entre iguales,
sin ninguna cualificación, equivaldría a un monólogo a diversas voces: no
facilitaría ningún avance. Los interlocutores deben estar cualificados para que
las preguntas que mueven el diálogo surjan desde la experiencia del camino
explorado. Esto no impide descubrir nuevos caminos, y sí evita tomar caminos
equivocados.
El mismo hombre que busca entender
a las cosas y a los demás hombres busca también ser entendido, comprendido.
Necesita descubrir el para qué de todo ese movimiento de relación con el mundo,
con los otros y consigo mismo. De hecho, vive siempre en un para qué,
implícito o explícito. Toda su actividad viene acompañada de un sentido. Aun
cuando sea la nada su horizonte, lo vive como trascendencia que justifica su
forma de estar en el mundo. Y esto tampoco es arbitrario y opcional: es una
exigencia del “logos” en que se desenvuelve su vida. Dios es el horizonte hacia
el que se mueve su vida, horizonte que se afirma incluso cuando se niega.
Comte interpretó la evolución del
pensamiento de la humanidad según la doctrina de los tres estadios. A un
estadio mítico-religioso, le siguió un estadio metafísico, y a éste el
científico positivo, siguiendo un esquema que iría desde la infancia a la
madurez. Aparentemente, la evolución fáctica ha sido así. Pero esta doctrina
descuida el hecho oculto esencial de que las ciencias concretas encuentran su
fundamento en la Metafísica, y la Metafísica en la religión: solamente a la luz
de la religión se entiende su Metafísica, y la luz de la Metafísica, su
ciencia. Un hombre maduro que olvidara absolutamente su infancia y su juventud
dejaría de ser ipso facto un hombre maduro.
El hombre necesita sustentar su
vida en la verdad, que para ser completa necesita tener significado y sentido.
Y esto por exigencia de su naturaleza racional.
Decía Alan Watts, “para el
liberalismo moderno, la idea de una sociedad espiritualmente unánime parece tan
imposible como indeseable”[5]. Pero
justamente el abandono de ese objetivo lo realiza, pues todos se han puesto de
acuerdo en que no hay tal objetivo común. Y dado el supuesto de que se carece
de un objetivo tal, se ha buscado lo común en el campo de los puros hechos, y,
como no podía ser de otra forma, lo único común que se ha encontrado es que
todos necesitamos alimentarnos, guarecernos, y disponer de ciertas cosas. Es
decir, la economía.
A nadie se le puede imponer una
determinada concepción de la vida. Comprender el significado y sentido de algo
es un acto intelectual individual que se da o no se da. Concluir de ahí que
cualquier concepción vale lo mismo que otra es un error. Hoy se entiende el
derecho a ser respetado en su pensamiento como el derecho a pensar cada uno
según le plazca. De este modo se ha conseguido que prácticamente todos piensen
igual: todos dicen lo primero que se les ocurre. Y lo que se les ocurre viene
frecuentemente determinado por los creadores de opinión.
El hombre moderno, sin sostén
interior, encuentra su justificación espiritual en sí mismo, ya que nadie está
en este sentido cualificado para él. En este terreno está sencillamente solo, a
merced de la arbitrariedad de sus pensamientos. No solamente no cree en nada,
sino que no puede creer. Y esto facilita su manipulación por un sistema que ha
hecho de la economía su religión.
[1] L.
WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-Philosophicus, 5.6
[2] ibid,
5.542
[3] L.
WITTGENSTEIN. Notebooks,5/8/16
[4] Por vida intelectual no entiendo nada libresco o
lo que sociológicamente se entiende por “intelectuales”. Vida intelectual es
relacionarse con la vida en reflexión, cosa que puede hacerse desde muy
diversas situaciones humanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario