Del
salón en el ángulo oscuro,
de
su dueño tal vez olvidada,
silenciosa
y cubierta de polvo
veíase
el arpa.
Cuánta
nota dormía en sus cuerdas,
como
el pájaro duerme en las ramas,
esperando
la mano de nieve
que
sabe arrancarlas!
Ay!
‑‑pensé‑‑Cuántas veces el genio
así
duerme en el fondo del alma,
y
una voz, como Lázaro, espera
que
le diga: "Levántate y anda"
G.
A. Becker
Fue
una pregunta que me plantearon hace ya bastante tiempo, cuando era un profesor
en activo de Bachillerato. Una pregunta que como yo ya me la había hecho a mí
mismo muchas veces, encontré que, sin tener una respuesta cerrada, podía
fácilmente responder hasta donde había llegado hasta entonces mi reflexión.
Se
trata de una pregunta, así la entendí, nacida de la docencia de la filosofía a
jóvenes de nuestros centros, por aquel entonces, de bachillerato.
En esa labor, entre las
paredes del aula, el profesor y los alumnos crean unas veces una extraña y motivadora
atmósfera y, otras, asisten a una tediosa y aburrida representación. Este
vaivén anárquico de éxitos y decepciones en labor docente manifiestan hasta que
punto enseñar es un arte, cuyos secretos nos gustaría penetrar para así poder
ofrecer a los alumnos, en cada clase, el encanto del saber. Nadie más
riguroso con el profesor que él mismo, cuando sus clases no han podido
captar la atención de los alumnos.
Por
eso, probablemente, sea esta una pregunta que todo profesor consciente de su
labor se ha planteado alguna vez de un
modo u otro. El hecho de que se formule con más frecuencia entre los profesores de filosofía,
y, de forma particular, por
quienes intentan con sus clases promover
activamente en sus alumnos una
actitud reflexiva, se debe, al menos en parte, a la naturaleza de la materia
que profesan y al ambiente poco propicio
en que se desenvuelve su trabajo. Hoy la enseñanza se ejerce en un contexto de
positivación niveladora del saber, lo cual ha devenido en utilidad social y,
más estrictamente, profesional. En tal contexto,
la Filosofía aparece como una
actividad difícil de clasificar. De ahí a declararla "inútil"
o algo que uno puede hacer "por libre" no hay más que un paso. Tal
vez sea esta una de las razones que sobrecargan
al profesor de filosofía
con la penosa tarea de tener que justificar su labor y descubrir su
papel en la clase.
Cuando
la pretensión es hacer que la clase de Filosofía se desenvuelva en una
atmósfera de diálogo, la pregunta puede plantearse en dos ámbitos de amplitud
distinta. Uno, más restringido, referido al papel del profesor como árbitro de
ese diálogo, y otro más lato, referido al contexto escolar en el que esa
pretensión de diálogo se desenvuelve.
En
el primer caso nos situaríamos en una perspectiva más técnica: el profesor como
árbitro en el diálogo de clase, creador
de situaciones de reflexión, interrogador hábil, etc. En el segundo, la
pregunta sería pensada en el contexto que da sentido a todas esas funciones que
el diálogo parece exigir al profesor.
Pero
ya nos situemos en un ámbito u
otro, la pregunta me parece en cualquier
caso sorprendente, justificada y fundamental.
Una
pregunta sorprendente, pues parece
que su respuesta debería ser obvia. Para los profesores de otras materias apenas hay espacio mental para
la pregunta. Al menos inicialmente, los papeles del alumno y del profesor son
claros: yo tengo unos conocimientos, socialmente reconocidos, que vosotros no
tenéis; mi misión es transmitiros lo más eficazmente posible esos conocimientos,
y la vuestra, aprenderlos. También esto se puede hacer en filosofía.
Ciertamente hay un saber filosófico resultado de una historia del pensamiento,
y con él, un programa posible de contenidos para la clase de filosofía. Sin
embargo, si una respuesta así no satisface a la pregunta, se debe a que el
horizonte educativo desde el que ésta se plantea es otro.
En
una clase con pretensiones de ser una clase dialogada podría parecer que el
papel del profesor consiste en ser un interrogador hábil, animador del grupo,
etc. Por necesarias que puedan ser esas “técnicas”, ellas no dejarían de
constituir el aspecto exterior o instrumental del diálogo. Aunque útil, podría
reducir el diálogo a mera técnica de dinámica o terapia de grupos (esto último
muy alejado de un objetivo verdaderamente filosófico).
Si
la pregunta no puede quedar enteramente respondida por esta vía se debe, creo,
a que no solamente expresa una interrogación, sino también una exigencia.
Una exigencia intelectual y moral.
La
exigencia intelectual viene dada por lo que decía el Dr. Limpan cuando afirmaba
que los alumnos "quieren aprender,
pero también quieren que lo que aprenden tenga sentido"[1].
Pero esto sólo es
posible en la medida que las experiencias y conocimientos escolares son
referidos a un todo
que les dé unidad. ¿Qué todo? El de sus propias vidas. Cuando examino mis
recuerdos escolares, encuentro que queda una mínima parte de la materia de la
enseñanza recibida. De los profesores sólo recuerdo aquellos momentos en que, dejando de serlo, me ofrecieron una
frase o un ejemplo significativo para mí.
En esos momentos dejaron de
enseñarme cosas supuestamente útiles o importantes para la vida para situarme
en la vida misma, en diálogo conmigo
mismo. Fue entonces cuando los tuve por
maestros, pues, tal vez sin darse
cuenta, despejaron las dificultades que me impedían ver la relación entre las
diferentes experiencias de mi vida y su conexión con lo que se me mostraba en
las clases.
Cuando
se enuncia que el objetivo básico de la clase de Filosofía es lograr que los
alumnos piensen por sí mismos mediante una educación en la
reflexión y la racionalidad, se está pidiendo recobrar aquel coloquio entre
maestro y discípulo cuyo objetivo es lo que los clásicos perseguían con las
humanioras litterae, las letras que hacen más hombre. Creo que hoy se sigue sintiendo la exigencia
de una cultura general que, respetando
la diversidad de valores, consiga asegurar
la necesaria unidad intelectual
del hombre.
Esta
exigencia intelectual lleva implícita una exigencia moral. Solamente un
profesor sensible a las inquietudes de sus alumnos y que ame las ideas puede
poner a la clase en situación de diálogo. Porque lo que sostiene el diálogo, el fluir del pensamiento en
común, es la forma de proceder.
Cuando esa forma falta, el diálogo se torna debate, y las ideas, armas arrojadizas con las que intentar dominar
al contrario. Esa honradez en la forma
de proceder supone una metanoia:
la exigencia de
cambiar una inteligencia que posee la verdad por una inteligencia
poseída por la verdad y, por tanto, abierta a ella.
La pregunta
está justificada. Saber las
exigencias de un programa no significa necesariamente estar en
ellas. Entre el punto de partida
y la meta entrevista hay todo un camino que debe ser recorrido, y
que sólo recorriéndolo nos manifiesta su realidad.
Es entonces cuando, además
de saber esas exigencias, las
entendemos.
La
práctica del diálogo no sólo obliga a los alumnos a poner a la vista las
consecuencias e implicaciones de sus
pensamientos, lo que significa, con frecuencia corregirlos,
sino también al profesor. No
se trata de un
juego en el que el
profesor se reserva las "soluciones" de
los problemas para
darles a los alumnos la
oportunidad de sentir la satisfacción de
encontrarlas por sí mismos. Eso haría de
la clase no una comunidad de investigación, sino un artificio del que pronto se darían
cuenta los alumnos y perderían todo interés. Tampoco es el profesor un mero
árbitro que conoce las reglas del juego y sanciona a aquellos que no las
respetan. Ciertamente vela por la forma de proceder en el diálogo y evita que
su intervención prejuzgue el resultado;
pero también hace posible el diálogo interrogando y animando.
Esto significa participar en el
juego. En esta participación
se ponen de manifiesto sus limitaciones, tanto de conocimiento
como personales. Esto resulta muy estimulante para el profesor que ve
que en sus clases puede aprender y
superarse a sí mismo. Pero, ciertamente, crea un espacio de
inseguridad que lleva a plantarse y revisar su
papel en el
grupo. La clase
se transforma en aventura, y no paseo por lo ya repetido. En tanto que aventura, cada situación pone a
prueba lo que creemos ya sabido y dominado.
La
pregunta está, además, justificada por otra razón. En nuestros centros de
bachillerato se ha compartimentalizado tanto la función docente que
se confunde la
división del trabajo intelectual con una división de la inteligencia misma.
Cada profesor permanece en el rincón de
su especialidad sin apenas saber qué
hacen los otros ni qué función desempeñan dentro del conjunto
escolar. Desde ese rincón, la meta
que se persigue ha quedado muy
ensombrecida, y sólo se sabe, eso sí, que hay que ir derecho y eficazmente hacia
ella.
En
esa situación se da la curiosa ley
de que cuanto más oscuro es el horizonte educativo que
rodea al profesor más claro resulta su papel. En el caso de que no alcance los resultados deseados con su enseñanza, siendo que ha
puesto los medios adecuados y posee competencia en la materia, siempre le cabe
tranquilizarse diciendo aquello que respondió Oscar Wilde después del estreno
de una obra suya que no gustó en
absoluto: "la obra ha sido
un gran éxito; pero el público, un fracaso".
Y así,
rodeado y abrumado el alumno por tantos saberes, tan ciertos y
verdaderos, acaba no sabiendo qué sabe
ni qué busca. Y la escuela, de ser un
bien, se transforma con frecuencia en un
problema para profesores, alumnos y padres.
La
pregunta es fundamental. La relación
alumno-profesor es el centro de toda enseñanza.
En ella el profesor toma conciencia de sí y tiene que habérselas con
la esencia misma de su misión. Se trata de una relación personal y concreta para la que no
hay fórmulas didácticas universales, por
verdaderas y necesarias que éstas sean. Olvidar esto puede llevar a transformar
el aula en un taller de trabajo a destajo o de
adoctrinamiento, pero donde se impide que los individuos descubran
aquella verdad personal que les hará más personas.
Pero
no se trata de una relación personal como cualquier otra. Se trata de una
relación mediatizada por el conocimiento. A través del saber y la información
es como se va formando la persona del
alumno. Sin embargo, sería abusivo e
injustificado reducir este saber y esta
información a lo fáctico. Del mismo
modo que un montón de
ladrillos no hacen
una pared, ni un
montón de conocimientos, una ciencia, tampoco
un montón de enseñanzas (disciplinas) proporcionan una
educación. Lo que hace de todo eso una pared, o una ciencia, o una educación es
la forma
en que todo eso está dispuesto.
Veo, a veces, a los alumnos como un cuarto vacío al que los
diversos profesores arrojan libros por sus ventanas; son materiales necesarios
para que hagan su biblioteca; pero no suficientes, pues lo que hará de todo eso una
biblioteca útil y manejable es el que
estén dispuestos y ordenados según ciertos criterios.
Hay
dos grandes tipos de filósofos: los que lo saben todo, como Aristóteles o
Hegel, y los que no saben nada, como Sócrates o San Agustín. De los unos y de
los otros participamos, según los
momentos. En las clases de filosofía dialogadas se sigue más a los segundos.
Esto proporciona la posibilidad de ensanchar el espacio mental hasta coincidir
o tocar el espacio vital. Este camino
tiene la ventaja de representar para
muchos alumnos una efebía de la razón, el descubrimiento de la reflexión como
el lugar en el que se van elaborando sus
propios criterios. De este modo, el pensamiento adquiere su dimensión moral al
acercar la racionalidad a la vida.
Sorprende la frecuencia con que personas de gran eficacia racional en su
trabajo técnico son absolutamente primitivas en sus relaciones familiares o en temas que no son de su especialidad.
Posiblemente
nada pueda enseñar el maestro, si el alumno no llega a esa consideración
interior que le permite entender lo
hablado. Eso nos dice San Agustín en su
obra "Del Maestro",capítulo
XIV: "Mas se engañan los hombres en llamar maestros a los que
no lo son, porque, la mayoría de las veces no media ningún intervalo entre el tiempo
de la locución y el tiempo del
conocimiento; y porque, advertidos por la palabra del profesor, aprenden pronto interiormente, piensan
haber sido instruidos por la palabra exterior del que enseña". Tal vez sea así. Pero también sabemos que sin
la palabra temporal del
maestro, que actúa como un catalizador, no se despertaría ese maestro
interior permanente.
¿Cuál es
el papel del profesor? Hay preguntas que se hacen y otras en las que se está. Las
primeras muestran su enjundia en la respuesta; las segundas muestran su
fecundidad al pensarlas. Esta pertenece a las segundas.



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