jueves, 3 de septiembre de 2020

LA GESTACIÓN DE LA EDAD MODERNA: EL DAVID DE DONATELLO

 La historia, como la propia vida individual, es un flujo continuo en el tiempo. Hay tramos en ese flujo del tiempo que parecen pivotar en torno a una idea central que actúa como el centro de gravedad de esa época. Y eso facilita que los historiadores puedan, para hacer su trabajo, puedan dividir esa historia en edades más o menos convencionales.

En el caso del mundo europeo, eso ha dado lugar a dividir la historia en tres grandes periodos como son la Edad Antigua, La Edad Media y la Edad Moderna. Cada uno de estos periodos tiene su nacimiento, su apogeo y su momento de disipación. Naturalmente nosotros, hombres de la edad moderna, no podemos saber hasta cuando se alargará este periodo ni con que acontecimiento se considerará su final. Solamente quienes vengan detrás podrán saber eso.

El tránsito de un periodo a otro es pausado, hasta el punto de que para quienes lo viven les es muy difícil percibirlo. Además, el pasado anterior siempre pervive de alguna forma en las edades siguientes, al igual que nuestra niñez permanece en la edad adulta. La nuevas edades no dejan de ser semillas que germinaron porque ya estaban en la tierra del pasado…

Si buscamos comprender nuestro tiempo, necesitamos remontarnos a esos momentos iniciales en que se diseñaron las líneas maestras correspondientes a ese tiempo. Para nuestro caso la referencia más inmediata se llama Renacimiento.

El tránsito de la llamada Edad Media a la Edad Moderna fue un largo periodo que va desde el siglo XIV hasta el siglo XVI o XVII. Esto quiere decir que hay que tomar esa perspectiva de aproximadamente doscientos años para ver que las instituciones, las maneras de entender la vida y las normas que regulan la convivencia empiezan a ser otras.

Hasta que la Edad Moderna se reconozca a sí misma como otro tiempo diferente del de la Edad Media hay todo un periodo  en el que conviven a la vez elementos claramente  medievales con otros que apuntan o pertenecen plenamente a la modernidad.

Ese tránsito se fue manifestando en tres ámbitos claves de la vida cultural: el arte, la política y la religión. También podría formularse este proceso diciendo que empezó por la sensibilidad, (la estética), siguió por el cuerpo social y acabó por el espíritu. Pero si en el orden temporal esa pudo ser la secuencia, desde un punto de vista metafísico la transición empezó por cambios en la religión (o en la fe) que paralelamente se manifestaron, en la política y en el arte.

El arte renacentista, la formación de las nacionalidades y la Reforma protestante junto a la Contrarreforma católica son los mojones históricos que señalan el cambio de mentalidad. Son manifestaciones del nuevo horizonte desde el que se plantearán los nuevos interrogantes y se buscarán las correspondientes respuestas.

De cómo el arte recoge el nuevo sentir podemos verlo concentrándonos en una de las obras de la época: el David que Donatello (1386 – 1466) realizará para Cosme de Médici en 1440. Se trata de una estatua en bronce, de bulto redondo, de unos 158cm de altura y que hoy se puede contemplar en el Palacio Bargello de Florencia, aunque originalmente fuese colocada en el patio del palacio que para los Médicis construyera Michelozzo.


El tema de la escultura es bíblico, cristiano. Representa el pasaje del enfrentamiento entre David y Goliat que se recoge en el capítulo 17 del primer libro de Samuel.
 El joven David vence al gigante Goliat al que mata de una pedrada lanzada con su honda y al que corta la cabeza con la espada misma del vencido. La escultura representa justo el momento posterior a ese enfrentamiento entre David y el filisteo Goliat.

Aunque el tema es bíblico, la obra no puede considerarse como arte sagrado. El punto de vista desde el que se contempla la escena, su forma, no corresponde a lo que es propio del arte cristiano. No pretende la ilustración o la comprensión de ningún contenido de la tradición cristiana. El encargo que Cosme de Médici hizo a Donatello estaba destinado a celebrar la victoria de la joven república de Florencia sobre la poderosa Milán. Tras esta idea de propaganda política, el simbolismo puede extenderse al triunfo de la inteligencia sobre la fuerza bruta, o de Cristo sobre el pecado y la muerte. Otros ven, por ciertas similitudes entre el sombrero toscano que cubre a David con el casco del dios pagano Mercurio, como una representación del mito de la victoria de éste sobre el gigante Argos.

Se trata de una escultura exenta. La disciplina sagrada tradicional en el arte cristiano hacía que la escultura estuviera supeditada al marco arquitectónico del templo, el cual representa el cuerpo de Cristo (Jn 2, 19 – 21) y también la Divinidad manifestada en la tierra. Las representaciones escultóricas están justificadas por su relación con Cristo y ocupan el lugar que les corresponde por su función litúrgica.

Donatello fija su mirada en la escultura clásica griega y rompe con toda esa disciplina del arte sagrado tradicional. Desde el punto de vista psicológico esa ruptura significa una liberación de las tendencias que esa disciplina rechazaba, con la consiguiente proliferación de artistas originales. Se trata de una emancipación del “yo” y la correspondiente expansión individualista.

En esta obra también se retoma el desnudo de la escultura clásica griega. En el arte cristiano tradicional del medioevo, por su economía espiritual, estaba excluida la representación del desnudo. La desnudez que podía aparecer en algunas representaciones de Adán y Eva, o las almas del purgatorio era una desnudez abstracta, sin pretensiones naturalistas. Las artes plásticas no estaban para revelar ninguna belleza natural, sino para transmitir y recordar verdades espirituales. La belleza de los montes o de los cuerpos humanos se podía admirar por todas partes, sin necesidad del arte. Es a partir del desarrollo de la vida urbana en los siglos XIII y XIV que aparece el arte que intenta imitar a la naturaleza y traerla al interior de la ciudad. Y es entonces cuando se nota la ausencia del nudismo y la necesidad de su representación.

Toda la figura del joven David, con el movimiento y la gracia que le ofrece el contraposto de su pie sobre la cabeza cortada del barbudo Goliat, transmite sensualidad, delicadeza y arrogancia. Al mismo tiempo, está impregnada de ambigüedad: ambigüedad en cuanto a la anatomía un tanto andrógina de David, y también respecto a las posibles interpretaciones de la composición. La expresión reflexiva y firme de David parecen indicar la resolución con que los artistas empiezan a dejar atrás la rusticidad anterior.

Aunque es frecuente oír que la obra tiene un carácter simbólico, no creo que se trate propiamente de un símbolo. Se trata de una interpretación de un pasaje bíblico desde un punto de vista humanista. El papel del símbolo no es que la imagen pretenda substituir al original; debe respetar siempre la distancia que separa lo que pertenece al mundo inteligible del mundo sensible. De ahí su carácter abstracto y hasta tosco en ocasiones. En la interpretación hay una especie de fórmula alegórica que pretende expresar una ley universal; se trata de representación figurada de una concepción abstracta.

El arte contemplado en el David de Donatello nos muestra el tipo de cambio de mentalidad que se está produciendo en la cristiandad. Se estaba pasando de una sociedad formalmente tradicional y sagrada a una sociedad laica, cuyo punto de vista al contemplar el mundo es antropocéntrico e individualista. La obra de arte encuentra su perfección, su acabamiento en sí misma. La forma ideal es inmanente al mundo, no transcendente.

El lugar del arte medieval es, sobretodo, el templo, la catedral a partir del siglo XII. En ellas los artistas son los ejecutores en piedra de los tratados teológicos, morales e históricos, pero siempre bajo la dirección del clero. Los artistas no hacen sino interpretar el pensamiento de la Iglesia. Todo allí está simbolizado, empezando por la misma catedral que es una representación viva de la Iglesia purgante, militante y triunfante, según se mire a los enterramientos de los suelos y muros, a las funciones religiosas en torno a los sacramentos o se mirara a las imágenes de Cristo, Nuestra Señora y también de los ángeles y santos que constituían todo el mundo sobrenatural.

Pero al igual que la teología se perdió en la discusión sutil, vacía de contenido y experiencia espiritual, también el arte se fue agotando en un mundo de símbolos cada vez más artificiales, como lo muestran los diversos bestiarios. Es la cosificación y mecanización de la fe lo que, probablemente, llevó a los artistas a alejarse de la tutela del clero y buscar su inspiración en el mundo clásico greco-romano, y la naturaleza, que a su modo, también es el templo que recoge, analógicamente, el mundo todo creado por Dios.

martes, 21 de julio de 2020

¿ES EL «MITO DE GALILEO» EL PROTOTIPO DE LA RELACIÓN TEOLOGÍA–CIENCIAS?

0. Con el «mito de Galileo» nos estamos refiriendo a la imagen formada alrededor de este autor como “mártir de la ciencia”, “paladín de la libertad del pensamiento frente al autoritarismo de la Iglesia”, “padre de la ciencia moderna”, etc. Frente a esa imagen de Galileo aparece la Iglesia católica como un poder fanático y exterior a la ciencia, opuesto al progreso y al conocimiento humano. Todavía Bertrand Russell afirmaba en su obra La perspectiva científica, que allí donde la Iglesia ejerce poder, como en Irlanda y en Boston, sigue prohibiendo toda literatura que contenga nuevas ideas[1].

En la visión ofrecida por este mito, la teología aparece como un conocimiento ajeno, pero con la pretensión de ser el tribunal ante el que la actividad científica debe rendir cuentas y con poder para decidir acerca de lo que es admisible o no en la ciencia. En esa imagen intelectual la relación entre las ciencias que se van constituyendo y la teología no puede verse de otro modo que de confrontación o conflicto por la resistencia de las ciencias a someterse a una autoridad ajena a ellas. Conflicto en el que, por lo demás, la teología lleva la peor parte, toda vez que la ciencia trata de edificarse sobre la evidencia de aquello que las cosas son y la teología en la fe puesta en unos escritos que se creen de inspiración divina.

Pero eso es la imagen que ofrece el mito construido en torno a un caso que, por otro lado, ha sido único en la historia de las relaciones entre la actividad científica y la labor de los teólogos. Un caso único y aleccionador para la Iglesia a la hora de pronunciarse sobre las afirmaciones posteriores acerca de la naturaleza.

Sin embargo, el que un solo caso de una sentencia de un tribunal eclesiástico de lugar a la formación de un mito que viene a expresar atemporalmente el conflicto entre ciencia y religión (o entre la libertad y la autoridad) plantea ciertas preguntas cuya reflexión ayuda a comprender no solamente la naturaleza de ambas actividades (la científica y la teológica), sino también el carácter de sus relaciones. Entre las cuestiones que se podrían plantear, me limitaré solamente a una por su posible contribución a precisar las relaciones entre ciencia y teología:

-       En el caso Galileo, ¿se trata de un conflicto entre ciencia y teología o la expresión del conflicto interno a un determinado orden intelectual que acaba?

 

 

1. El caso Galileo como conflicto interno a determinado orden intelectual.

Si algo mostró el cristianismo tras la caída del Imperio Romano fue su capacidad para ordenar y cohesionar espiritualmente el mundo europeo. Esa capacidad se materializó política, social y culturalmente en los siglos XII, XIII y XIV en la formación de eso que se llamó la Cristiandad, que se ordenó inspirada particularmente con los pensamientos expresados por San Agustín en su obra La Ciudad de Dios. En el orden temporal aparecía como cabeza suprema el Emperador que marcaba como finalidad política a las monarquías la paz necesaria para que las almas lograran la salud eterna. En el orden espiritual, el Papá, representante de Cristo en la Tierra, detentaba la máxima autoridad, a la que debía someterse el emperador. En la Monarquía de Dante puede verse ese orden y como en el siglo XIV ya se plantea la autonomía de esa esfera temporal.

En ese contexto social y político, la Universidad, nacida alrededor de la montaña de santa Genoveva de París hacia el año 1200, organiza el saber del modo como los gremios organizan el trabajo artesanal en las crecientes ciudades de la época. La propia definición de la universidad como “comunidad de maestros y discípulos” describe ese modo gremial de entender la universidad.

Esa corporación académica tiene por misión la elaboración de un trabajo intelectual en el campo de la teología y de las artes a partir de los materiales recibidos de la antigüedad y puestos al servicio de la Escritura y la salvación eterna del hombre. Un trabajo que no por ser intelectual deja de seguir el esquema de organización de los gremios, con su jerarquía profesional, control del trabajo de sus escolares, los géneros didácticos que deben utilizarse, la práctica docente, etc. Toda esta regulación produce unas obras filosóficas y teológicas monótonas y pesadas, sí, pero también minuciosas en los análisis de todas las alternativas posibles a los problemas planteados y precisas en sus soluciones finales.

Además de la Biblia en la versión latina de la Vulgata, los materiales de estudio que se utilizan son de los primeros escritores cristianos, ocupando un lugar destacado san Agustín, la antología de sentencias recogida por Pedro Lombardo, Dionisio de Areopagita y, andando el tiempo, Aristóteles en su versión latina y vía los musulmanes. Todos estos autores son las autoridades que proporcionan el material original sobre el que se monta los comentarios, las cuestiones, las disputationes y hasta las grandes Summas.

En este contexto cultural el teólogo es el sabio por antonomasia y el encargado de supervisar los saberes de las otras áreas de la actividad humana.

Todo esto produjo una cultura ordenada y libresca cada vez más alejada de los trabajos y avances que se daban en las ciudades de la cristiandad. Esos desajustes se van haciendo cada vez más patentes en el siglo XV. Ya en los libros del Idiota[2], de Nicolás de Cusa, se hace entrar un nuevo personaje central en el ámbito cultural: el idiota o el ignorante, como traducen algunos. Con el idiota se nombra a aquellas personas que dentro del orden intelectual creado en la edad media no son ni monjes, ni clero, ni espirituales, sino cristianos simplemente comprometidos con las realidades mundanas. Frente al concepto de litteratus., reservado al clero, el idiota viene a ser el ilitteratus, el iletrado el laico.

En el diálogo De mente de este libro, este nuevo personaje dialoga con la sabiduría y muestra otra forma diferente de entender la ciencia. El idiota, privado de toda autoridad intelectual y privado de cualquier título está, precisamente a causa de esa misma ignorancia en disposición de adquirir conocimientos inéditos, pues la ignorancia es el principio de la sabiduría. En cambio, el orador, el teólogo, creyéndose sabio, pierde toda su sabiduría. Tampoco el filósofo, con su seriedad, su palidez, siempre relacionado con los libros y otros filósofos, tampoco consigue embragar con las inquietudes de su tiempo. El idiota, en cambio, es iletrado respecto a los libros escritos por los hombres, pero no respecto al libro escrito por el dedo de Dios, que es la naturaleza.

Además el idiota es un artesano que fabrica cucharas y es en esa actividad perseverante, recogida en el taller subterráneo, amigo de las formas geométricas, como va aumentando sus conocimientos. Y como cristiano que es, alcanza frecuentemente por la fe mayor claridad y libertad sobre su vida que los filósofos con sus razones.

Esa nueva corriente intelectual manifestada en el idiota es la que se va manifestando a lo largo del Renacimiento y que ya plenamente consciente de sí en Galileo busca su propio estatuto y autonomía. En Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, Galileo, por boca de Salviati, empieza diciendo en la Jornada I: “Pienso que la frecuente actividad en vuestro famoso arsenal, Señores Venecianos, ofrece un gran campo para filosofar a los intelectos que especulan, especialmente, en aquella parte  que se denomina mecánica, en donde se construyen continuamente todo tipo de instrumentos y de máquinas por medio de un gran número de artesanos, algunos de los cuales han de ser entendidos y con un talento muy agudizado debido tanto a las observaciones que sus predecesores hayan hecho como a lo que van descubriendo ellos mismos sin interrupción”.

Galileo encarna esa figura del idiota de Nicolás de Cusa, con todo su potencial de futuro para entender al mundo.

 

2. Pasando ahora, aunque sea bruscamente, a la pregunta inicial, no creo que Galileo sea el prototipo de la relación teología - ciencias, pues más que expresar una oposición entre ambas, expresa el conflicto, el drama interior a una cultura, cimentada sobre la fe en un Dios Trinitario, y que no consigue integrar a un hijo engendrado por su propio dinamismo. Ese drama cultural es al mismo tiempo el conflicto íntimo de aquellos que viven esa cultura.

Tal vez era necesario ese alejamiento para descubrir los campos propios de ambas ocupaciones y sus límites. Hoy las ciencias empíricas son conscientes de su poder para ampliar sus conocimientos e incidir en la sociedad, pero también saben que sus métodos no pueden proporelativismorcionar la sabiduría necesaria para que esos conocimientos sean para bien del hombre, como señalaba B. Russell en esa misma obra “La perspectiva científica”. La teología puede contribuir a esa sabiduría que complemente la ciencia. Una relación de diálogo puede contribuir  a una vida más humana y más cristiana.

Hoy el peligro ya no está en la actitud dogmática de la Iglesia o los teólogos, sino justamente en lo contrario, en el dogmatismo que impera en eso que se llama el cientifismo y que tiene poco de científico y menos de apertura a las nuevas realidades humanas… y el descuido y relativismo en el campo de la fe cristiana.

 



[1] Russell, Bertrand: La perspectiva científica, pg 28. Barcelona, 1969

[2] Obra escrita por Nicolás de Cusa escrita en 1450 y que incluye cuatro diálogos, en los que el  protagonista es el Idiota o ignorante.


jueves, 9 de julio de 2020

CALCULAR Y PENSAR...




La lógica es un lenguaje formalizado.
Una de las ventajas de los lenguajes formalizados es, además de evitar  ambigüedades y equívocos, su potencia para construir cálculos. Dicho con otras palabras: nos permiten establecer de forma absolutamente clara un conjunto finito de reglas que nos facilitan relacionar lógicamente unos signos con otros.
Todos tenemos una noción intuitiva de “cálculo” a partir de las matemáticas elementales. Cuando multiplicamos, por ejemplo, procedemos según una serie de reglas, como que de 20 nos llevamos dos o que al multiplicar la segunda cifra del multiplicador debemos colocar el resultado un espacio corrido hacia la izquierda, etc. Para multiplicar bien es suficiente conocer las reglas de la multiplicación y aplicarlas rigurosamente, sin que haya necesidad de conocer el porqué de todas y cada una de las reglas.
Y lo mismo podríamos decir de cualquier otro tipo de cálculo. Un cálculo no es otra cosa que un procedimiento mecánico, el cual, operando con reglas, nos permite obtener resultados correctos. Y no solamente eso, sino también obtener resultados que sin ese cálculo sería muy difícil de obtener. El resultado de multiplicar 18 por 6 podría ser logrado a base de sumas, por ejemplo, pero si de lo que se trata es de multiplicar 324567 por 3456, con ese sistema, la tarea sería prácticamente imposible.
El operar con reglas facilita enormemente las operaciones deductivas y, al mismo tiempo, permite detectar los errores que podamos cometer. Además tienen la ventaja añadida de ahorrarnos el esfuerzo de pensar.
Las reglas a las que nos referimos no son otra cosa que la sintaxis de ese cálculo. La sintaxis es la parte de la semiótica (ciencia general de los signos) que se ocupa de estudiar las relación de los signos entre sí, independientemente de lo que los signos signifiquen. También podemos expresar esto diciendo que la sintaxis no se preocupa de la interpretación de los signos, y únicamente se interesa por las leyes y reglas que hacen posible su combinación correcta. 12 más 11 son 23, y esto puede ser referido a manzanas, niños o galaxias.
Otro ejemplo aclaratorio de esto lo podemos tomar de la lengua natural, la cual, disponiendo también de una sintaxis, nos permite hacer expresiones correctas, al margen de su significado, si observamos las reglas de la sintaxis de esa lengua. Así podemos construir expresiones como:
El multicolor árbol solitario se alzaba en medio del espeso bosque, sirviendo de hogar para los pájaros inexistentes que se escondían en la espesa hojarasca de sus inmensas ramas desnudas que pretendían alcanzar aquel cielo cubierto de amenazadoras nubes en un día de sol radiante….
El significado de esa expresión es harto dudoso, aunque su construcción creo que es correcta, y solamente alguien que domine esa lengua podría hacerla.
Por supuesto, no es lo mismo corrección que verdad. Quien razonara afirmando que
“Ningún mamífero vive en el mar,
y como la ballena es un mamífero,
por lo tanto, la ballena no vive en el mar,
habría hecho un razonamiento correcto, aunque su conclusión no sea verdadera. La verdad o falsedad de nuestras expresiones está en relación con el contenido o materia de esas expresiones. La corrección del modo en que hemos usado las reglas.
Ahora bien, para establecer las reglas que imperan en un cálculo o interpretarlo, es decir, darle contenido, no puedo hacerlo calculando, sino pensando.
Y pensar es otra cosa diferente de calcular. Exige situarse fuera del mecanismo del cálculo y atender la realidad. Frente al carácter imperativo y rígido del cálculo, el pensamiento tiene que flexibilizarse para acoger al ser, a lo que las cosas son.
El proceder calculador no es exclusivo de los lenguajes formalizados. Además del lenguaje natural con su sintaxis, el comportamiento humano, tanto intelectual como social o emocional, tiene su sintaxis, sus constantes o conectores a partir de los cuales relaciona sus variables (experiencias), y sus reglas de formación que le dictan que expresiones intelectuales o afectivas son correctas o incorrectas, y por tanto admisible o inadmisibles. Y en este sentido, buena parte de la conducta humana procede según la mecánica de un cálculo.
De ahí que aun cuando el sentimiento subjetivo sea de libertad, buena parte de nuestra conducta sea predecible en cuanto se conoce su “sintaxis”.
El cálculo es posible por esa independencia de la sintaxis o forma de los signos (lingüísticos o conductuales) respecto de su contenido o materia. Una independencia relativa a nuestro modo de consideración de esos signos, pues en la realidad ambos aspectos se envuelven mutuamente.
Por el lado de la forma se dan las constantes que universalizan el proceder, y por el lado del contenido o materia se particulariza y toma realidad la cosa.
Por ejemplo, por la constante de “la crisis de la adolescencia”, como teoría admitida, me permite decir cosas sobre los problemas de los jóvenes, pero si mi hijo u otro joven acuden a mí para explicarme un desconcierto suyo, no puedo darme por satisfecho “explicando” su desconcierto por dicha teoría de la crisis. Este sería un proceder calculador, pero no compresivo ni adecuado a la realidad.
Si de verdad estoy interesado por su situación, me veo obligado a escuchar y observar sus manifestaciones. Para que su caso tenga la consideración de singular, como lo es, debe ser contemplado y acogido. Y esto exige pensar. Solamente así la respuesta no será el resultado de ningún proceder mecánico, sino libre. Es decir, creadora e iluminadora de la realidad considerada.
El pensar emerge allí donde lo obvio deja de ser obvio por la tensión entre la universalidad de la teoría o las reglas y la particularidad con que se presenta la realidad, y que se resiste a ser reducida a esa universalidad. Esto es lo que obliga al espíritu a un movimiento de búsqueda de aquella causa, teoría o imagen a cuya luz el hecho considerado [=observado como si fuera una estrella; de sidus, sideral] es aclarado, restableciendo las relaciones que lo vinculaban a otros hechos.
Se trata de un penoso ascenso hasta aquella cumbre desde la cual poder ver la cosa con más y mejor perspectiva.

martes, 23 de junio de 2020

NO ABANDONAR EL SENTIDO COMÚN…

Los noticiarios suelen centrarse mucho en personas populares, enfrentamientos políticos, en… Mucho ruido, y creo que también mucho de vanidad de quienes creen poder más de lo que realmente pueden. Todo ese ruido contrasta con el silencio de muchas personas que fueron o son claves en momentos dramáticos de nuestra historia, y a las que debemos o deberíamos un gran agradecimiento. Sea esta entrada un homenaje a esas personas poco conocidas y apenas percibidas en su momento. 

Una de esas personas fue Stanislav Yevgráfovich Petrov, a quien posiblemente debamos el que hoy podamos luchar contra el COVID 19… No por su contribución al conocimiento de los virus, sino porque podamos estar aquí. 

Quiso la Providencia que este hombre estuviera en el lugar adecuado en un momento crucial de la historia de la humanidad, en la noche del 25 al 26 de septiembre de 1983. 

La cosa fue así: Por aquel entonces, ahora hace unos 37 años, la conocida como “Guerra fría”, es decir, el enfrentamiento entre el bloque soviético y el bloque occidental, estaba más tenso que nunca. Aquella Guerra fría, como había ocurrido en alguna otra ocasión anterior estaba a punto de convertirse en una Guerra caliente. El desarrollo de armas cada vez más potentes por parte de las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, había hecho crecer la desconfianza que entre ambas ya existía y que temieran seriamente que alguna de ellas tomara la iniciativa de atacar a la otra. 

En marzo de ese año de 1983 el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, dio a conocer su plan de defensa conocido Strategic Defense Initiative y con el que se pretendía anular la posible superioridad ofensiva soviética. Aunque entre los bloques hubiera conversaciones de paz, sobre desarme y demás, ninguno creía al otro. Hablamos de armamento nuclear con una capacidad destructiva que permitía pensar en una especie de Apocalipsis, de acabamiento de la la mayor parte de la humanidad… 

Como siempre la desconfianza es la carcoma de las relaciones humanas… 

La tensión todavía aumentó más cuando se supo Estados Unidos y la OTAN planeaban instalar misiles en Alemania Occidental y hacer unas maniobras militares en Europa que, junto a otras informaciones, permitían sospechar a los soviéticos que lo que se estuviera preparando era una invasión de su zona de dominio. No es de extrañar que en estas circunstancias tomaran la decisión de activar todo su arsenal a la primera indicación de un ataque nuclear…

En ese ambiente de tensión polico-militar, nada más faltó el derribo de un avión de las líneas surcoreanas que, por error, entró en el espacio aéreo soviético el uno de septiembre de 1983, muriendo 269 personas, entre ellas un senador y algunos ciudadanos norteamericanos. Era lo que faltaba para que esa tensión entre los bloques llegara a su punto álgido… 

Así estaban las cosas cuando la noche del 25 de septiembre el entonces teniente-coronel Stanilav Petrov se hizo cargo del búnker Serpujov-15, el centro de mando de la inteligencia militar soviética donde se coordinaba la defensa aéreo-espacial rusa. Su cometido era claro y conciso: analizar y verificar los datos que les proporcionaran sus satélites sobre un posible ataque nuclear americano e informar a sus superiores para iniciar un contraataque masivo con armamento nuclear. Nada más sencillo y claro para él, autor del protocolo que se había de seguir. 

Y siguiendo con la Providencia, o la casualidad si se quiere, curiosamente esa noche estaba él allí porque a quien le correspondía estar se encontraba enfermo… 

El caso fue que a eso de la medianoche, a los pocos minutos de iniciarse el día 26 de septiembre, los sistemas de alarma saltaron, avisando las pantallas de las computadoras el ataque de un misil nuclear inminente. Un misil había sido lanzado desde una de las bases norteamericanas. El nerviosismo en el búnker soviético es fácilmente imaginable, aunque Petrov pidiese calma y, además de comprobar los datos pidiera una confirmación de visión aérea, que no pudo hacerse por las condiciones climáticas. 

Más allá de la información que le daban las computadoras, Petrov utilizó su sentido común y le pareció que no tenía sentido que los americanos atacaran con un solo misil. Pero apenas había desestimado esa primera alerta, sonó una segunda alarma, y una tercera y hasta una quinta. Si con la primera el nerviosismo se había apoderado del búnker, con la quinta la actividad en su interior era frenética. 

El sistema de alerta temprana soviético hacia pasar el objetivo detectado por 29 controles de seguridad que confirmaran el ataque. La facilidad con que los supuestos misiles pasaban esos niveles de seguridad, y que alertaban que en veinte minutos alcanzarían sus objetivos, hizo sospechar a Petrov de un posible error en las alarmas. Por un lado, él conocía las peculiaridades del sistema de alerta temprana ruso (sistema de satélites OKO) y creía que ese sistema podía equivocarse. 

Activó su sentido común y consideró que no era posible que hubiera alguien tan estúpido como para iniciar un ataque con cinco misiles, disponiendo de miles y sabiendo que la respuesta podía aniquilar toda la población de su país… Esperó y cuando la tensión entre los oficiales e ingenieros del búnker llegó al máximo, las sirenas de alerta cesaron de golpe y las luces de emergencia se apagaron. 

Se confirmó que se trataba de una falsa alarma causada por una rara conjunción astronómica entre la Tierra, el Sol y la posición específica del satélite OKO. 

La decisión de Petrov de no accionar el botón rojo, anteponiendo su sentido común y responsabilidad a los datos de las computadoras, había salvado a la humanidad de millones de muertos. Muchos. Sea cual sea el número que se quiera poner, lo cierto es que el mundo no sería como es ahora ni existirían muchísimos de los que ahora ignoran a esta persona.

¿Qué fue de Stanilav Petrov? Sus superiores lo amonestaron, lo destinaron a un puesto de menos responsabilidad y la dieron una jubilación anticipada. Evitó una posible pena de muerte por saltarse el protocolo porque los rusos entendieron que no podían permitirse que los americanos o el pueblo ruso se enteraran de lo sucedido. En aquellos días la única recompensa que recibió fue un pequeño televisor portátil de fabricación rusa por parte de quienes compartieron esos minutos angustiosos en el búnker. 

En 1998 su comandante en jefe Yuri Votintsev escribió un libro de memorias en el que se daba a conocer lo ocurrido esa noche. Quiso la casualidad que ese libro llegara a manos de Douglas Mattern, presidente de la Asociación de Ciudadanos del Mundo y que, tras las correspondientes comprobaciones, esta asociación le otorgara el Premio Citizien Award en el 2004, un trofeo y 1000 dólares por evitar lo que podía haber sido un desastre mundial. 

Después de este premio le vinieron otros, como uno que otorgó el Senado de Australia, otro por parte de las Naciones Unidas… el último en Alemania, en 2013, el Dresden Preis. 

Fue difícil encontrarle, pues vivía en Fryazino, un pueblo a 25 km de Moscú, con una pequeña pensión de unos 200 dólares americanos, en una pequeña casita, apenas conocido por nadie. Él no se consideraba ningún héroe. Su sencillez quedaba dibujada en estas sus palabras: 

"Todo lo que pasó no me concernía - era mi trabajo. Estaba simplemente haciendo mi trabajo y fui la persona correcta en el momento apropiado, eso es todo. Mi última esposa estuvo diez años sin saber nada del asunto. '¿Pero qué hiciste?', me preguntó. No hice nada" 



Gracias a esa nada estamos seguramente aquí… y pensar si en las casualidades de esa noche de septiembre quiso la Providencia advertirnos del peligroso juego en el que nos habíamos metido y de cuántas cosas hay que corregir en el rumbo que han tomado nuestras sociedades “avanzadas”. 

Stanislav Petrov repartió el dinero que acompañó a los premios entre sus familiares y se guardó el que necesitaba para comprarse una aspiradora eléctrica que le salió defectuosa. Murió en mayo del 2017, en el mismo Fryanzino, arrastrando sus pies hinchados…

domingo, 21 de junio de 2020

EL PAPEL DEL PROFESOR EN LA CLASE DE FILOSOFÍA


Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
Ay! ‑‑pensé‑‑Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: "Levántate y anda"
G. A. Becker

¿Cuál es el papel del profesor en la clase de filosofía?.
Fue una pregunta que me plantearon hace ya bastante tiempo, cuando era un profesor en activo de Bachillerato. Una pregunta que como yo ya me la había hecho a mí mismo muchas veces, encontré que, sin tener una respuesta cerrada, podía fácilmente responder hasta donde había llegado hasta entonces mi reflexión.
Se trata de una pregunta, así la entendí, nacida de la docencia de la filosofía a jóvenes de nuestros centros, por aquel entonces, de bachillerato. 
En esa labor, entre las paredes del aula, el profesor y los alumnos crean unas veces una extraña y motivadora atmósfera y, otras, asisten a una tediosa y aburrida representación. Este vaivén anárquico de éxitos y decepciones en labor docente manifiestan hasta que punto enseñar es un arte, cuyos secretos nos gustaría penetrar para así poder ofrecer a los alumnos, en cada clase, el encanto del saber. Nadie más riguroso  con el profesor  que él mismo, cuando sus clases no han podido captar la atención de los alumnos.
Por eso, probablemente, sea esta una pregunta que todo profesor consciente de su labor  se ha planteado alguna vez de un modo u otro. El hecho de  que se  formule con más frecuencia  entre los profesores de  filosofía,  y, de forma  particular, por quienes intentan con sus clases promover  activamente en  sus alumnos una actitud reflexiva, se debe, al menos en parte, a la naturaleza de la materia que profesan y al  ambiente poco propicio en que se desenvuelve su trabajo. Hoy la enseñanza se ejerce en un contexto de positivación niveladora del saber, lo cual ha devenido en utilidad social y, más estrictamente, profesional.  En  tal contexto,  la Filosofía aparece como una  actividad difícil de clasificar. De ahí a declararla "inútil" o algo que uno puede hacer "por libre" no hay más que un paso. Tal vez sea esta una de las razones que sobrecargan  al  profesor de  filosofía  con la penosa  tarea de  tener que justificar su labor y descubrir su papel en la clase.
Cuando la pretensión es hacer que la clase de Filosofía se desenvuelva en una atmósfera de diálogo, la pregunta puede plantearse en dos ámbitos de amplitud distinta. Uno, más restringido, referido al papel del profesor como árbitro de ese diálogo, y otro más lato, referido al contexto escolar en el que esa pretensión de diálogo se desenvuelve.
En el primer caso nos situaríamos en una perspectiva más técnica: el profesor como árbitro en el diálogo de  clase, creador de situaciones de reflexión, interrogador hábil, etc. En el segundo, la pregunta sería pensada en el contexto que da sentido a todas esas funciones que el diálogo parece exigir al profesor.
Pero ya nos situemos en un ámbito  u otro,  la pregunta me parece en cualquier caso sorprendente, justificada y fundamental.

Una pregunta sorprendente, pues parece que su respuesta debería ser obvia. Para los profesores de otras materias apenas hay espacio mental para la pregunta. Al menos inicialmente, los papeles del alumno y del profesor son claros: yo tengo unos conocimientos, socialmente reconocidos, que vosotros no tenéis; mi misión es transmitiros lo más eficazmente posible esos conocimientos, y la vuestra, aprenderlos. También esto se puede hacer en filosofía. Ciertamente hay un saber filosófico resultado de una historia del pensamiento, y con él, un programa posible de contenidos para la clase de filosofía. Sin embargo, si una respuesta así no satisface a la pregunta, se debe a que el horizonte educativo desde el que ésta se plantea es otro.
En una clase con pretensiones de ser una clase dialogada podría parecer que el papel del profesor consiste en ser un interrogador hábil, animador del grupo, etc. Por necesarias que puedan ser esas “técnicas”, ellas no dejarían de constituir el aspecto exterior o instrumental del diálogo. Aunque útil, podría reducir el diálogo a mera técnica de dinámica o terapia de grupos (esto último muy alejado de un objetivo verdaderamente filosófico).
Si la pregunta no puede quedar enteramente respondida por esta vía se debe, creo, a que no solamente expresa una interrogación, sino también una exigencia. Una  exigencia intelectual y moral.
La exigencia intelectual viene dada por lo que decía el Dr. Limpan cuando afirmaba que los  alumnos "quieren aprender, pero también quieren que lo que aprenden tenga sentido"[1]. Pero esto  sólo  es  posible en la medida  que las  experiencias y conocimientos escolares son referidos  a  un todo  que  les dé unidad. ¿Qué todo?  El de sus propias vidas. Cuando examino mis recuerdos escolares,  encuentro que queda una mínima parte de la materia de la enseñanza recibida. De los profesores sólo recuerdo aquellos momentos  en que, dejando de serlo, me ofrecieron una frase o un ejemplo significativo  para mí. En  esos momentos dejaron  de  enseñarme cosas supuestamente útiles o importantes para la vida para situarme en la vida misma, en diálogo conmigo mismo.  Fue entonces cuando los tuve por maestros,  pues, tal vez sin darse cuenta, despejaron las dificultades que me impedían ver la relación entre las diferentes experiencias de mi vida y su conexión con lo que se me mostraba en las clases.
Cuando se enuncia que el objetivo básico de la clase de Filosofía es lograr que los alumnos piensen por sí mismos mediante una educación  en  la reflexión y la racionalidad, se está pidiendo recobrar aquel coloquio entre maestro y discípulo cuyo objetivo es lo que los clásicos perseguían con las humanioras litterae, las letras que hacen más hombre.  Creo que hoy se sigue sintiendo la exigencia de una cultura  general que, respetando la diversidad de valores, consiga asegurar  la  necesaria unidad intelectual del hombre.
Esta exigencia intelectual lleva implícita una exigencia moral. Solamente un profesor sensible a las inquietudes de sus alumnos y que ame las ideas puede poner a la clase en situación de diálogo. Porque lo que sostiene  el diálogo, el fluir del pensamiento en común, es la forma de  proceder. Cuando esa forma falta, el diálogo se torna debate, y las ideas,  armas arrojadizas con las que intentar dominar al contrario. Esa honradez en  la forma de proceder  supone  una metanoia:  la  exigencia  de  cambiar una inteligencia que posee la verdad por una inteligencia poseída por la verdad y, por tanto, abierta a ella.

La  pregunta  está  justificada.  Saber las exigencias de un programa no significa necesariamente  estar en  ellas.  Entre el punto de partida y la meta entrevista hay todo un camino que debe ser  recorrido, y  que  sólo recorriéndolo nos manifiesta  su realidad.  Es entonces cuando,  además de  saber esas exigencias, las entendemos.
La práctica del diálogo no sólo obliga a los alumnos a poner a la vista las consecuencias e implicaciones de  sus pensamientos, lo  que significa,  con frecuencia  corregirlos,  sino también al profesor.  No se  trata de  un  juego en  el  que el  profesor se reserva las "soluciones"  de  los  problemas  para  darles  a los alumnos la oportunidad de sentir la satisfacción  de encontrarlas por sí  mismos. Eso haría de la clase  no una  comunidad de investigación,  sino un artificio del que pronto se darían cuenta los alumnos y perderían todo interés. Tampoco es el profesor un mero árbitro que conoce las reglas del juego y sanciona a aquellos que no las respetan. Ciertamente vela por la forma de proceder en el diálogo y evita que su intervención prejuzgue el  resultado; pero también hace posible el diálogo interrogando  y animando.  Esto significa participar en  el juego. En  esta  participación  se  ponen de manifiesto   sus limitaciones, tanto de  conocimiento  como personales. Esto resulta muy estimulante para el profesor que ve que en sus  clases puede aprender y superarse a    mismo. Pero, ciertamente, crea un espacio de inseguridad que lleva a plantarse y revisar su  papel  en  el  grupo.  La  clase  se  transforma en aventura,  y no paseo por lo ya repetido.  En tanto que aventura, cada situación pone a prueba lo que creemos ya sabido y dominado.
La pregunta está, además, justificada por otra razón. En nuestros centros de bachillerato se ha compartimentalizado tanto la función docente  que  se  confunde  la  división del trabajo intelectual con una división de la inteligencia misma. Cada profesor permanece en el  rincón de su especialidad sin apenas saber qué  hacen los otros ni qué función desempeñan dentro del conjunto escolar.  Desde ese rincón, la meta que  se persigue ha quedado muy ensombrecida, y sólo se sabe, eso sí, que hay que ir derecho y eficazmente hacia ella.
En esa situación se  da la curiosa ley de  que cuanto  más oscuro es el horizonte educativo que rodea al profesor más claro resulta su papel. En el caso de que no alcance  los resultados  deseados con su enseñanza, siendo que ha puesto los medios  adecuados y posee   competencia en la materia, siempre le cabe tranquilizarse diciendo aquello que respondió Oscar Wilde después del estreno de una obra suya que no gustó en  absoluto:  "la obra ha sido un gran éxito; pero el público, un fracaso".
Y  así,  rodeado y abrumado el alumno por tantos saberes, tan ciertos y verdaderos,  acaba no sabiendo qué sabe ni qué busca. Y la escuela,  de ser un bien,  se transforma con frecuencia en un problema para profesores, alumnos y padres.

La pregunta es fundamental. La relación alumno-profesor es el centro de toda enseñanza.  En ella el profesor toma conciencia de sí y tiene que habérselas con la  esencia misma de  su misión. Se trata de  una relación personal y concreta para la que no hay fórmulas didácticas universales,  por verdaderas y necesarias que éstas sean. Olvidar esto puede llevar a transformar el aula en un taller de trabajo a destajo o de  adoctrinamiento, pero donde se impide que los individuos descubran aquella verdad personal que les hará más personas.
Pero no se trata de una relación personal como cualquier otra. Se trata de una relación mediatizada por el conocimiento. A través del saber y la información es como se va formando la  persona del alumno.  Sin embargo, sería abusivo e injustificado reducir este saber y esta  información a lo  fáctico.  Del mismo  modo  que un montón  de  ladrillos  no  hacen  una  pared,  ni  un montón de conocimientos, una  ciencia,   tampoco  un  montón de  enseñanzas (disciplinas) proporcionan una educación. Lo que hace de todo eso una pared, o una ciencia, o una educación es la forma en que todo eso está dispuesto.  Veo,  a veces,  a los alumnos como un cuarto vacío al que los diversos profesores arrojan  libros  por sus ventanas; son materiales necesarios para que hagan su biblioteca; pero no suficientes, pues lo que hará de todo eso una biblioteca útil y manejable es el que estén dispuestos y ordenados según ciertos criterios.
Hay dos grandes tipos de filósofos: los que lo saben todo, como Aristóteles o Hegel, y los que no saben nada, como Sócrates o San Agustín. De los unos y de los  otros participamos, según los momentos. En las clases de filosofía dialogadas se sigue más a los segundos. Esto proporciona la posibilidad de ensanchar el espacio mental hasta coincidir o tocar el espacio vital.  Este camino tiene la ventaja de representar  para muchos alumnos una efebía de la razón, el descubrimiento de la reflexión como el lugar en el que se van elaborando  sus propios criterios. De este modo, el pensamiento adquiere su dimensión moral al acercar la racionalidad a la  vida. Sorprende la frecuencia con que personas de gran eficacia racional en su trabajo técnico son absolutamente primitivas en sus relaciones familiares  o en temas que no son de su especialidad.
Posiblemente nada pueda enseñar el maestro, si el alumno no llega a esa consideración interior que le permite  entender lo hablado. Eso nos dice San Agustín en  su obra "Del  Maestro",capítulo XIV: "Mas se engañan los  hombres en llamar maestros  a los que  no lo son,  porque,  la mayoría de las veces no  media ningún intervalo entre el tiempo de  la locución y el tiempo del conocimiento; y porque, advertidos por la palabra del  profesor, aprenden pronto interiormente, piensan haber sido  instruidos  por la palabra exterior del que enseña".  Tal vez sea así. Pero también sabemos que sin la  palabra temporal  del  maestro, que actúa como un catalizador, no se despertaría ese maestro interior permanente.
¿Cuál  es  el  papel del profesor?  Hay preguntas que  se hacen y otras en las que se está. Las primeras muestran su enjundia en la respuesta; las segundas muestran su fecundidad al pensarlas. Esta pertenece a las segundas. 


[1] Matthew. Lipman. Filosofia a l’escola, pg 29.Barcelona 1991.