0. Con el «mito de Galileo» nos estamos refiriendo a la imagen formada
alrededor de este autor como “mártir de la ciencia”, “paladín de la libertad
del pensamiento frente al autoritarismo de la Iglesia”, “padre de la ciencia
moderna”, etc. Frente a esa imagen de Galileo aparece la Iglesia católica como
un poder fanático y exterior a la ciencia, opuesto al progreso y al
conocimiento humano. Todavía Bertrand Russell afirmaba en su obra La perspectiva científica, que allí
donde la Iglesia ejerce poder, como en Irlanda y en Boston, “sigue prohibiendo toda literatura que
contenga nuevas ideas”[1].
En la visión ofrecida por este mito, la teología aparece como un
conocimiento ajeno, pero con la pretensión de ser el tribunal ante el que la
actividad científica debe rendir cuentas y con poder para decidir acerca de lo
que es admisible o no en la ciencia. En esa imagen intelectual la relación
entre las ciencias que se van constituyendo y la teología no puede verse de
otro modo que de confrontación o conflicto por la resistencia de las ciencias a
someterse a una autoridad ajena a ellas. Conflicto en el que, por lo demás, la
teología lleva la peor parte, toda vez que la ciencia trata de edificarse sobre
la evidencia de aquello que las cosas son y la teología en la fe puesta en unos
escritos que se creen de inspiración divina.
Pero eso es la imagen que ofrece el mito construido en torno a un caso
que, por otro lado, ha sido único en la historia de las relaciones entre la
actividad científica y la labor de los teólogos. Un caso único y aleccionador
para la Iglesia a la hora de pronunciarse sobre las afirmaciones posteriores
acerca de la naturaleza.
Sin embargo, el que un solo caso
de una sentencia de un tribunal eclesiástico de lugar a la formación de un mito
que viene a expresar atemporalmente el conflicto entre ciencia y religión (o
entre la libertad y la autoridad) plantea ciertas preguntas cuya reflexión
ayuda a comprender no solamente la naturaleza de ambas actividades (la
científica y la teológica), sino también el carácter de sus relaciones. Entre las
cuestiones que se podrían plantear, me limitaré solamente a una por su posible
contribución a precisar las relaciones entre ciencia y teología:
- En
el caso Galileo, ¿se trata de un conflicto entre ciencia y teología o la
expresión del conflicto interno a un determinado orden intelectual que acaba?
1. El caso
Galileo como conflicto interno a determinado orden intelectual.
Si algo mostró el cristianismo tras la caída del Imperio Romano fue su
capacidad para ordenar y cohesionar espiritualmente el mundo europeo. Esa
capacidad se materializó política, social y culturalmente en los siglos XII,
XIII y XIV en la formación de eso que se llamó la Cristiandad, que se ordenó
inspirada particularmente con los pensamientos expresados por San Agustín en su
obra La Ciudad de Dios. En el orden temporal aparecía como cabeza suprema el
Emperador que marcaba como finalidad política a las monarquías la paz necesaria
para que las almas lograran la salud eterna. En el orden espiritual, el Papá,
representante de Cristo en la Tierra, detentaba la máxima autoridad, a la que
debía someterse el emperador. En la Monarquía de Dante puede verse ese orden y
como en el siglo XIV ya se plantea la autonomía de esa esfera temporal.
En ese contexto social y político, la Universidad, nacida alrededor de la
montaña de santa Genoveva de París hacia el año 1200, organiza el saber del
modo como los gremios organizan el trabajo artesanal en las crecientes ciudades
de la época. La propia definición de la universidad como “comunidad de
maestros y discípulos” describe ese modo gremial de entender la
universidad.
Esa corporación académica tiene por misión la elaboración de un trabajo
intelectual en el campo de la teología y de las artes a partir de los
materiales recibidos de la antigüedad y puestos al servicio de la Escritura y la
salvación eterna del hombre. Un trabajo que no por ser intelectual deja de
seguir el esquema de organización de los gremios, con su jerarquía profesional,
control del trabajo de sus escolares, los géneros didácticos que deben
utilizarse, la práctica docente, etc. Toda esta regulación produce unas obras
filosóficas y teológicas monótonas y pesadas, sí, pero también minuciosas en
los análisis de todas las alternativas posibles a los problemas planteados y
precisas en sus soluciones finales.
Además de la Biblia en la versión latina de la Vulgata, los materiales de
estudio que se utilizan son de los primeros escritores cristianos, ocupando un
lugar destacado san Agustín, la antología de sentencias recogida por Pedro
Lombardo, Dionisio de Areopagita y, andando el tiempo, Aristóteles en su
versión latina y vía los musulmanes. Todos estos autores son las autoridades
que proporcionan el material original sobre el que se monta los comentarios,
las cuestiones, las disputationes y hasta las grandes Summas.
En este contexto cultural el teólogo es el sabio por antonomasia y el
encargado de supervisar los saberes de las otras áreas de la actividad humana.
Todo esto produjo una cultura ordenada y libresca cada vez más alejada de
los trabajos y avances que se daban en las ciudades de la cristiandad. Esos
desajustes se van haciendo cada vez más patentes en el siglo XV. Ya en los
libros del Idiota[2],
de Nicolás de Cusa, se hace entrar un nuevo personaje central en el ámbito
cultural: el idiota o el ignorante, como traducen algunos. Con el idiota se
nombra a aquellas personas que dentro del orden intelectual creado en la edad
media no son ni monjes, ni clero, ni espirituales, sino cristianos simplemente
comprometidos con las realidades mundanas. Frente al concepto de litteratus.,
reservado al clero, el idiota viene a ser el ilitteratus, el iletrado el laico.
En el diálogo De mente de este libro, este nuevo personaje dialoga con la sabiduría y muestra otra forma diferente de entender la ciencia. El idiota, privado de toda autoridad intelectual y privado de cualquier título está, precisamente a causa de esa misma ignorancia en disposición de adquirir conocimientos inéditos, pues la ignorancia es el principio de la sabiduría. En cambio, el orador, el teólogo, creyéndose sabio, pierde toda su sabiduría. Tampoco el filósofo, con su seriedad, su palidez, siempre relacionado con los libros y otros filósofos, tampoco consigue embragar con las inquietudes de su tiempo. El idiota, en cambio, es iletrado respecto a los libros escritos por los hombres, pero no respecto al libro escrito por el dedo de Dios, que es la naturaleza.
Además el idiota es un artesano que fabrica cucharas y es en esa
actividad perseverante, recogida en el taller subterráneo, amigo de las formas
geométricas, como va aumentando sus conocimientos. Y como cristiano que es,
alcanza frecuentemente por la fe mayor claridad y libertad sobre su vida que
los filósofos con sus razones.
Esa nueva corriente intelectual manifestada en el idiota es la que se va
manifestando a lo largo del Renacimiento y que ya plenamente consciente de sí
en Galileo busca su propio estatuto y autonomía. En Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias,
Galileo, por boca de Salviati, empieza diciendo en la Jornada I: “Pienso que la frecuente actividad en vuestro
famoso arsenal, Señores Venecianos, ofrece un gran campo para filosofar a los
intelectos que especulan, especialmente, en aquella parte que se denomina mecánica, en donde se
construyen continuamente todo tipo de instrumentos y de máquinas por medio de
un gran número de artesanos, algunos de los cuales han de ser entendidos y con
un talento muy agudizado debido tanto a las observaciones que sus predecesores
hayan hecho como a lo que van descubriendo ellos mismos sin interrupción”.
Galileo encarna esa figura del idiota de Nicolás de Cusa, con todo su
potencial de futuro para entender al mundo.
2. Pasando ahora, aunque sea bruscamente, a la pregunta inicial, no creo
que Galileo sea el prototipo de la relación teología - ciencias, pues
más que expresar una oposición entre ambas, expresa el conflicto, el drama interior
a una cultura, cimentada sobre la fe en un Dios Trinitario, y que no consigue
integrar a un hijo engendrado por su propio dinamismo. Ese drama cultural es al
mismo tiempo el conflicto íntimo de aquellos que viven esa cultura.
Tal vez era necesario ese alejamiento para descubrir los campos propios
de ambas ocupaciones y sus límites. Hoy las ciencias empíricas son conscientes
de su poder para ampliar sus conocimientos e incidir en la sociedad, pero
también saben que sus métodos no pueden proporelativismorcionar la sabiduría necesaria
para que esos conocimientos sean para bien del hombre, como señalaba B. Russell
en esa misma obra “La perspectiva científica”. La teología puede contribuir a
esa sabiduría que complemente la ciencia. Una relación de diálogo puede
contribuir a una vida más humana y más
cristiana.
Hoy el peligro ya no está en la actitud dogmática de la Iglesia o los
teólogos, sino justamente en lo contrario, en el dogmatismo que impera en eso
que se llama el cientifismo y que tiene poco de científico y menos de apertura
a las nuevas realidades humanas… y el descuido y relativismo en el campo de la fe
cristiana.
[1] Russell, Bertrand: La
perspectiva científica, pg 28. Barcelona, 1969
[2] Obra escrita por Nicolás de Cusa escrita en 1450 y que incluye cuatro diálogos, en los que el protagonista es el Idiota o ignorante.
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