Los deseos de paz
y unidad expresados en la mentalidad de los humanistas fueron negados en la
realidad por los enfrentamientos y guerras entre los pueblos europeos.
Proliferaron las
llamadas guerras de religión, pero la religión era la cortina ideológica que
ocultaba otros motivos, fueran estos políticos, económicos o culturales. Los
lazos de unidad que antaño crearon ese espacio de la Cristiandad se rompieron y
dieron lugar a la formación de los estados modernos, luchando por encontrar una
identidad propia, reproducción a pequeña escala de los poderes centralizados a
los que combatían.
Ya fuera la Guerra
de los Treinta Años en el interior del Sacro Imperio Romano Germánico, la
Guerra de los Hugonotes en Francia o la rebelión de los Países Bajos contra
España, todos esos conflictos buscaban la legitimidad de las nuevas monarquías
y la cohesión interna de los territorios que dominaban.
Ciertamente
amplios territorios permanecieron fieles al Papa y, capitaneados por España,
intentaron mantener la fe católica. El Concilio de Trento significó un cierto reordenamiento
del mundo católico, pero al mismo tiempo el reconocimiento de su incapacidad
para devolver la unidad espiritual a Europa.
Los reyes y príncipes
surgidos de las turbulencias post renacentistas legitimaron su poder y
autonomía en ser los garantes del orden y la estabilidad en sus territorios. Ellos representaban los intereses nacionales, y esos mismos intereses respaldaban la centralización institucional y el fortalecimiento de las estructuras administrativas
que afirmaban el poder de los monarcas sobre sus territorios.
Los tratados de la
paz de Westfalia (1648) fueron los acuerdos entre los actores de estos
conflictos que sancionaban el reconocimiento de la autonomía de cada estado en el nuevo orden europeo. Así se ponía fin a la Guerra
de los Treinta Años en Europa y la Guerra de los Ochenta Años entre España y
los Países Bajos. En esos tratados se buscaba un equilibrio de poder y convivencia armoniosa entre las distintas confesiones religiosas.
En realidad, creo, que más que una paz se trataba de una tregua dictada más por el cansancio que por un entendimiento de la situación.
Los pedazos de esa
Cristiandad rota obligan a una política de alianzas y enfrentamientos entre los
diferentes estados, de acuerdo con los intereses de los que detectan el poder.
Sorprendentemente esa ruptura de la unidad no significó un estancamiento en el crecimiento de esos territorios. La imprenta facilitó la difusión de ideas, debates y pensamiento humanista en medio de los conflictos entre poderes. Los centros urbanos, las universidades y los círculos intelectuales eran focos de discusión de dogmas y fuente de nuevas interpretaciones de la fe. Y así es como va emergiendo una nueva figura humana: el burgués enriquecido y el libre pensador, los llamados a ser protagonistas en el siguiente paso del devenir europeo.
¿Quién perdió en las guerras de religión? Aparentemente la fe. O si se quiere, la Iglesia Católica como institución que encarna la unidad de la Cristiandad. Ella ya no ofrece un soporte seguro en el que apoyarse en las zozobras espirituales. También las diversas iglesias nacidas de ese alejamiento de la Iglesia Católica tendrán un destino similar, aunque temporalmente puedan ofrecer el soporte subjetivo de una comunidad cristiana entusiasta.
¿Quién ganó en las
guerras de religión? Aparentemente la razón. O si se quiere la visión laicista
de la vida. En ella pondrá el hombre su esperanza (o justificará sus
ambiciones). Así como en la Cristiandad se negaba en la tierra el cielo que prometía, en la Europa nacida del Humanismo también se negaba en la tierra el Bien que la Razón aseguraba.
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