miércoles, 25 de marzo de 2020

SOBRE LA SABIDURÍA…


Volvamos a la cita de Bertrand Russell sobre lo que puede hacer que una civilización científica sea una buena civilización:

“para que una civilización científica sea una buena civilización, es necesario que el aumento de conocimiento vaya acompañado de sabiduría. Entiendo por sabiduría una concepción justa de los fines de la vida. Esto es algo que la ciencia por sí misma no proporciona. El aumento de la ciencia en sí mismo no es, por consiguiente, bastante para garantizar ningún progreso genuino, aunque suministre uno de los ingredientes que el progreso exige”[1] 


Y él nos da su definición de sabiduría. Nos dice que es algo que la ciencia no nos puede dar, pero que uno puede concebir según unos fines justos… ¿Con qué criterios decidiremos que son justos? ¿Puede el hombre con las solas fuerzas de su razón llegar a esa concepción justa?...
Los autores que iniciaron el pensamiento filosófico entendían la sabiduría de otro modo. Veamos.

Cuenta Diógenes Laercio en su obra “Vidas de filósofos ilustres” la siguiente anécdota, a propósito de Tales, uno de los llamados siete sabios de Grecia:
“Fue el caso que ciertos jóvenes jonios compraron a unos pescadores de Mileto un lance de red[2], y como en ella sacasen un trípode[3], se movió controversia sobre ello, hasta que los milesios consultaron el oráculo de Delfos, cuya deidad respondió:
¿A Febo preguntáis, prole milesia,
cuyo ha de ser el trípode?. Pues dadlo
a quien fuese el primero de los sabios.
Diéronlo, pues a Tales; Tales lo dio a otro sabio; este a otro, hasta que paró en Solón; el cual, diciendo que ‘Dios era el primer sabio’, envió el trípode a Delfos [= Apolo Délfico]”[4].

Esto mismo nos viene a decir Aristóteles cuando afirma que “su posesión [la de la sabiduría] podría con justicia se considerada impropia del hombre. Pues la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos; de suerte que, según Simónides, «sólo un dios puede tener este privilegio», aunque es indigno de un varón no buscar la ciencia a él proporcionada” (Met 982b 30).

Dios es el primer sabio, el más sabio: es a él a quien compete, propiamente, la sabiduría. Forma parte de nuestra idea intuitiva de Dios el verlo como suma sabiduría, omnisciente.
 Frente a la sabiduría de Dios, el hombre se caracteriza por no-saber. No es que el hombre no sepa nada, sino que su saber es precario. Aquello que sabe le revela algo, pero no todo. De ahí que pueda sacar conclusiones erróneas. Por eso, frente a Dios, el hombre se sabe constitutivamente ignorante.
Ahora bien, todo aquello que constituye al hombre es posibilidad, algo que puede ser aceptado y asumido, o no. ¿Qué significa esto?
En primer lugar, que puede el hombre ignorar su propio no-saber, vivir de espaldas a él, no darse cuenta de sus carencias. Es decir, dispone de “saberes” ha adquirido bien por enseñanza de los otros o por experiencia propia, y los acepta pasivamente. Estos saberes conforman su mundo, dentro de cuyo círculo se mueve y desarrolla su vida. Un vivir en el que su no-saber está como olvidado por no poderlo ver.
Pero también puede caer en la cuenta de la precariedad de su saber, saber que no sabe. Esto es la filosofía: asumir ese no. Y desde el preciso instante en que uno asume ese no-saber crea la distancia necesaria para interrogarse sobre lo que presuntamente sabe. Interrogación que adopta la concreta dirección de buscar el fundamento de lo que se cree saber, aquello que soporta su juicio sobre las cosas. Porque sin fundamento el discurso (logos) no puede ser consistente, no puede cumplir su misión, que es la de manifestar lo que, realmente, hay.
Y esto nos descubre que asumir, aceptar, ese no saber es una forma de pertenecer a la sabiduría. No la poseemos, pero nos posee; que entre la precariedad del saber del hombre y la pura sabiduría hay una relación de de armonía, de amistad. Esta relación es lo que expresa el término “philos”, de filosofía.
Al mismo tiempo, este saberse perteneciendo a la sabiduría muestra la distancia que nos separa de ella. De ahí que esa asunción se transforme en anhelo, en deseo que señala una tarea inagotable, infinita, de conocimiento.
[Tal vez pudiera establecerse un cierto paralelismo con lo que ocurre con la felicidad. Somos más o menos felices, pero nuestra felicidad es una felicidad precaria; la felicidad está más allá de nuestras parciales felicidades; pertenecemos a ella como anhelo, como deseo, como amantes de la felicidad]
Ahora bien, este no-saber no es una simple carencia, sino que proporciona una clara noción de saber que permite el examen crítico de los supuestos saberes y decidir en qué medida se acercan a la verdad.
Sócrates, consciente de no saber, para comprobar la afirmación de la pitonisa de que no había nadie más sabio que él, examina los distintos saberes que se encuentra: el de los que se creen sabios, los sofistas, la de los poetas inspirados y el de los artesanos. Y su ignorancia nacida de esa clara noción de sabiduría le permite encontrar las preguntas adecuadas para examinar el saber del que hacen gala los tenidos por sabios.
Y encuentra que saber de los sofistas es mera presunción. Se trata de un discurso levantado sin fundamento que no puede dar cuenta de él.
Los poetas dicen algunas cosas realmente bellas y verdaderas, pero éstas no proceden de la sabiduría alcanzada por ellos, sino de la divinidad; animados por las dotes que en sí mismos ven, se creen sabios y capacitados para hablar de todo, pero en realidad no entienden ni aquello que han dicho bajo inspiración. En cuanto a los artesanos, su saber se ve oscurecido al creerse capacitados para hablar de cosas que iban más allá de su oficio.
La asunción de nuestro radical no-saber nos abre dos posibilidades:
a) la investigación sin término de la realidad para ir conquistando parcelas de saber
b) y la de escucha y contemplación de la realidad, haciéndole espacio para que se manifieste en nosotros.

Ambas posibilidades son compatibles. Y ambas nos muestran nuestra pertenencia a esa divinidad a la aspiramos y para la que estamos hechos.
Es lo que nos decía San Agustín en Las Confesiones: “nos has hecho para Vos y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Vos”.



[1] RUSSELL, Bertrand. La perspectiva científica, 9. Barcelona, 1969.
[2] Es decir, toda los peces que sacasen en un vez que echasen la red al agua.
[3] Un banquillo de oro con tres pies.
[4] Diógenes Laercio. Vidas de filósofos ilustres. (Tr. De J. Ortiz y Sainz), pg.12. Barcelona, 1986.

lunes, 9 de marzo de 2020

EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA MODERNA...

La ciencia, tal y como hoy la conocemos, no ha existido siempre y en todo lugar. Nació en el seno de ese espacio cultural que se llamó la Cristiandad, allá por los siglos XVI – XVII. ¿Fue casual su nacimiento, es decir, podría haber ocurrido en cualquier otro lugar y tiempo?
Entre los grandes productos del espíritu humano hay que señalar la filosofía griega, el derecho romano y la religión de Israel, destinado a ser “luz de las naciones”. Tres productos que están en las raíces de nuestra civilización occidental. Correspondió al cristianismo absorber esos tres productos en una íntima unidad llena de posibilidades internas. Esa fue la labor de la intelectualidad de la llamada Edad Media.
Fue en ese suelo cristiano que nació y se desarrolló la ciencia moderna. Y si allí nació es porque allí se encontraban los gérmenes de esa nueva y magna formación intelectual que es nuestra ciencia.
Los teólogos medievales se ocuparon extensamente en ordenar y sistematizar la fe, recibida y plasmada en las Sagradas Escrituras, utilizando el pensamiento griego, a Platón y Aristóteles, como figuras cumbre, y en el caso de ese gigante de la teología que fue Santo Tomás de Aquino, a Aristóteles.
De ese esfuerzo y ocupación nació el convencimiento de que el mundo, la realidad, existe objetivamente, es decir, que no depende de nuestros gustos, cultura o deseos. Y esa es una de las condiciones que hacen posible la ciencia: la creencia de que existe un mundo real y objetivo.
Se trata de una condición llamémosle metafísica.
Junto a eso, también se vio como necesario que para que la realidad fuera inteligible, debía regirse por el principio de no contradicción, esto es, que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo tiempo. La no aceptación de este principio nos llevaría al absurdo. No puedo dar por igualmente válidos los juicios “Ahora estoy escribiendo” y “Ahora no estoy escribiendo”.
Se trata de una condición lógica, de nuestro pensamiento, que a su vez coincide con una condición ontológica, del ser.
[Hay por supuesto otros principios que hacen posible la ciencia y ahora dejaremos a un lado para no perder el hilo de lo que intentamos hacer ver, que es cómo la ciencia fue posible sobre ese terreno roturado por el cristianismo].
Estos principios eran aplicados para establecer las verdades contenidas en las Escrituras, y referidas al hombre. Y en la medida que fueran establecidas serían universales y necesarias, válidas en todo tiempo y lugar, como ocurre hoy con las afirmaciones de las matemáticas o la física, válidas en el Japón o Kenia.
Junto a toda esa aportación helena para el nacimiento de la ciencia moderna está la aportación de la raíz hebrea o judía. Digamos que si los griegos aportaron las condiciones racionales que hicieron posible ese nacimiento de la ciencia, la religión hebrea aportaba la fuerza cultural.
El cristianismo había integrado la creencia del mundo como creación de Dios. La Biblia se nos abre con la afirmación de que “en el principio, Dios creó el cielo ya la tierra”. A partir de ahí nos vamos encontrando afirmaciones que indican que el mundo o la naturaleza son expresión de Dios. Así, por ejemplo, leemos en el salmo 19: “El cielo proclama la gloria de Dios; de su creación nos habla la bóveda celeste”; o en Sabiduría,13: “pues partiendo de la grandeza y la belleza de lo creado se puede reflexionar y llegar a conocer a su creador” etc.
Esa creencia en la racionalidad de Dios, frente a la arbitrariedad pagana del destino, dio fundamento al credo indispensable para hacer ciencia. Esa fe en la racionalidad de Dios se traducía en la fe en la regularidad de la naturaleza. Una naturaleza que ahora se presenta como el otro libro en que Dios se manifiesta, junto al libro escrito de la Biblia.
La novedad en la actitud científica naciente solamente podía surgir en una cultura que reconociera un solo Dios racional y confiable.
Para poder leer esa naturaleza como libro era preciso conocer la lengua en que estaba escrito. Y esa lengua son las matemáticas. Y esa era la aportación de la tradición griega, para quienes la única ciencia  que podía cumplir con los requisitos de necesidad y universalidad era el saber matemático. Y de ahí entendieron el conocimiento como lo deducido de principios elementales, sin valorar el obtenido por el experimento y la inducción.
Pero para que esa ciencia embragara con la experiencia de la realidad era necesario que la observación, por cuidadosa que fuera, incorporara el experimento y la deducción matemática.
La ciencia moderna, en su nacimiento, no surgió como contraria a la religión, sino como una rebelión contra la ciencia helénica, especialmente, la de Aristóteles. Un deseo de liberar el espíritu de las estrecheces que le imponía la pseudociencia natural griega. De hecho, muchos de esos representantes del nuevo espíritu fueron clérigos, y en cualquier caso, cristianos.
Fue la fe en un Dios racional y creador la que abrió la posibilidad de pensar el mundo de otro modo y proporcionar un saber que ha dado como resultado un poder creciente sobre el mundo, aunque no sabemos bien adónde nos puede llevar ese dominio, real o supuesto, sobre la naturaleza.