
“para que una civilización científica sea
una buena civilización, es necesario que el aumento de conocimiento vaya
acompañado de sabiduría. Entiendo por sabiduría una concepción justa de los
fines de la vida. Esto es algo que la ciencia por sí misma no proporciona. El
aumento de la ciencia en sí mismo no es, por consiguiente, bastante para
garantizar ningún progreso genuino, aunque suministre uno de los ingredientes
que el progreso exige”[1]
Y él nos da su definición de sabiduría.
Nos dice que es algo que la ciencia no nos puede dar, pero que uno puede concebir
según unos fines justos… ¿Con qué criterios decidiremos que son justos? ¿Puede
el hombre con las solas fuerzas de su razón llegar a esa concepción justa?...
Los autores que iniciaron el pensamiento
filosófico entendían la sabiduría de otro modo. Veamos.
Cuenta Diógenes Laercio en su obra
“Vidas de filósofos ilustres” la siguiente anécdota, a propósito de Tales, uno
de los llamados siete sabios de Grecia:
“Fue
el caso que ciertos jóvenes jonios compraron a unos pescadores de Mileto un
lance de red[2],
y como en ella sacasen un trípode[3], se
movió controversia sobre ello, hasta que los milesios consultaron el oráculo de
Delfos, cuya deidad respondió:
¿A Febo preguntáis, prole
milesia,
cuyo ha de ser el trípode?.
Pues dadlo
a quien fuese el primero de
los sabios.
Diéronlo,
pues a Tales; Tales lo dio a otro sabio; este a otro, hasta que paró en Solón;
el cual, diciendo que ‘Dios era el
primer sabio’, envió el trípode a Delfos [= Apolo Délfico]”[4].
Esto mismo nos viene a decir Aristóteles
cuando afirma que “su posesión [la de la sabiduría] podría con
justicia se considerada impropia del hombre. Pues la naturaleza humana es
esclava en muchos aspectos; de suerte que, según Simónides, «sólo un dios puede
tener este privilegio», aunque es indigno de un varón no buscar la ciencia a él
proporcionada” (Met 982b 30).
Dios es el primer sabio, el más sabio: es
a él a quien compete, propiamente, la sabiduría. Forma parte de nuestra idea intuitiva
de Dios el verlo como suma sabiduría, omnisciente.
Frente
a la sabiduría de Dios, el hombre se caracteriza por no-saber. No es que el
hombre no sepa nada, sino que su saber es precario. Aquello que sabe le revela
algo, pero no todo. De ahí que pueda sacar conclusiones erróneas. Por eso, frente
a Dios, el hombre se sabe constitutivamente ignorante.
Ahora bien, todo aquello que constituye
al hombre es posibilidad, algo que puede ser aceptado y asumido, o no. ¿Qué
significa esto?
En primer lugar, que puede el hombre
ignorar su propio no-saber, vivir de espaldas a él, no darse cuenta de sus
carencias. Es decir, dispone de “saberes” ha adquirido bien por enseñanza de
los otros o por experiencia propia, y los acepta pasivamente. Estos saberes
conforman su mundo, dentro de cuyo círculo se mueve y desarrolla su vida.
Un vivir en el que su no-saber está como olvidado por no poderlo ver.
Pero también puede caer en la cuenta de
la precariedad de su saber, saber que no
sabe. Esto es la filosofía: asumir ese no. Y desde el preciso instante en
que uno asume ese no-saber crea la distancia necesaria para interrogarse sobre
lo que presuntamente sabe. Interrogación que adopta la concreta dirección de
buscar el fundamento de lo que se cree saber, aquello que soporta su juicio
sobre las cosas. Porque sin fundamento el discurso (logos) no puede ser
consistente, no puede cumplir su misión, que es la de manifestar lo que,
realmente, hay.
Y esto nos descubre que asumir, aceptar,
ese no saber es una forma de pertenecer a la sabiduría. No la poseemos, pero
nos posee; que entre la precariedad del saber del hombre y la pura sabiduría
hay una relación de de armonía, de amistad. Esta relación es lo que expresa el
término “philos”, de filosofía.
Al mismo tiempo, este saberse perteneciendo
a la sabiduría muestra la distancia que nos separa de ella. De ahí que esa
asunción se transforme en anhelo, en deseo que señala una tarea inagotable,
infinita, de conocimiento.
[Tal vez pudiera establecerse un cierto
paralelismo con lo que ocurre con la felicidad. Somos más o menos felices, pero
nuestra felicidad es una felicidad precaria; la felicidad está más allá de
nuestras parciales felicidades; pertenecemos a ella como anhelo, como deseo,
como amantes de la felicidad]
Ahora bien, este no-saber no es una
simple carencia, sino que proporciona una clara noción de saber que permite el
examen crítico de los supuestos saberes y decidir en qué medida se acercan a la
verdad.
Sócrates, consciente de no saber, para
comprobar la afirmación de la pitonisa de que no había nadie más sabio que él,
examina los distintos saberes que se encuentra: el de los que se creen sabios,
los sofistas, la de los poetas inspirados y el de los artesanos. Y su ignorancia
nacida de esa clara noción de sabiduría le permite encontrar las preguntas
adecuadas para examinar el saber del que hacen gala los tenidos por sabios.
Y encuentra que saber de los sofistas es
mera presunción.
Se trata de un discurso levantado sin fundamento que no puede dar cuenta de él.
Los poetas dicen algunas cosas realmente
bellas y verdaderas, pero éstas no proceden de la sabiduría alcanzada por
ellos, sino de la divinidad; animados por las dotes que en sí mismos ven, se
creen sabios y capacitados para hablar de todo, pero en realidad no entienden
ni aquello que han dicho bajo inspiración. En cuanto a los artesanos, su saber se
ve oscurecido al creerse capacitados para hablar de cosas que iban más allá de
su oficio.
La asunción de nuestro radical no-saber
nos abre dos posibilidades:
a) la investigación sin término de la realidad para ir conquistando
parcelas de saber
b) y la de escucha y contemplación de la realidad, haciéndole espacio para que se manifieste en nosotros.
Ambas posibilidades son compatibles. Y
ambas nos muestran nuestra pertenencia a esa divinidad a la aspiramos y para la
que estamos hechos.
Es lo que nos decía San Agustín en Las
Confesiones: “nos has hecho para Vos y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en Vos”.
[1]
RUSSELL, Bertrand. La perspectiva científica, 9. Barcelona, 1969.
[2] Es decir, toda los peces
que sacasen en un vez que echasen la red al agua.
[3] Un banquillo de oro con
tres pies.
[4] Diógenes Laercio. Vidas de
filósofos ilustres. (Tr. De J. Ortiz y Sainz), pg.12. Barcelona, 1986.