
Entre los grandes productos del espíritu
humano hay que señalar la filosofía griega, el derecho romano y la religión de
Israel, destinado a ser “luz de las naciones”. Tres productos que están en las
raíces de nuestra civilización occidental. Correspondió al cristianismo
absorber esos tres productos en una íntima unidad llena de posibilidades
internas. Esa fue la labor de la intelectualidad de la llamada Edad Media.
Fue en ese suelo cristiano que nació y
se desarrolló la ciencia moderna. Y si allí nació es porque allí se encontraban
los gérmenes de esa nueva y magna formación intelectual que es nuestra ciencia.
Los teólogos medievales se ocuparon
extensamente en ordenar y sistematizar la fe, recibida y plasmada en las
Sagradas Escrituras, utilizando el pensamiento griego, a Platón y Aristóteles,
como figuras cumbre, y en el caso de ese gigante de la teología que fue Santo
Tomás de Aquino, a Aristóteles.
De ese esfuerzo y ocupación nació el
convencimiento de que el mundo, la realidad, existe objetivamente, es decir,
que no depende de nuestros gustos, cultura o deseos. Y esa es una de las
condiciones que hacen posible la ciencia: la creencia de que existe un mundo
real y objetivo.
Se trata de una condición llamémosle
metafísica.
Junto a eso, también se vio como
necesario que para que la realidad fuera inteligible, debía regirse por el
principio de no contradicción, esto es, que una cosa no puede ser y no ser al
mismo tiempo y bajo el mismo tiempo. La no aceptación de este principio nos
llevaría al absurdo. No puedo dar por igualmente válidos los juicios “Ahora
estoy escribiendo” y “Ahora no estoy escribiendo”.
Se trata de una condición lógica, de
nuestro pensamiento, que a su vez coincide con una condición ontológica, del
ser.
[Hay por supuesto otros principios que
hacen posible la ciencia y ahora dejaremos a un lado para no perder el hilo de
lo que intentamos hacer ver, que es cómo la ciencia fue posible sobre ese
terreno roturado por el cristianismo].
Estos principios eran aplicados para
establecer las verdades contenidas en las Escrituras, y referidas al hombre. Y
en la medida que fueran establecidas serían universales y necesarias, válidas
en todo tiempo y lugar, como ocurre hoy con las afirmaciones de las matemáticas
o la física, válidas en el Japón o Kenia.
Junto a toda esa aportación helena para
el nacimiento de la ciencia moderna está la aportación de la raíz hebrea o
judía. Digamos que si los griegos aportaron las condiciones racionales que
hicieron posible ese nacimiento de la ciencia, la religión hebrea aportaba la
fuerza cultural.
El cristianismo había integrado la
creencia del mundo como creación de Dios. La Biblia se nos abre con la
afirmación de que “en el principio, Dios creó el cielo ya la tierra”. A partir
de ahí nos vamos encontrando afirmaciones que indican que el mundo o la
naturaleza son expresión de Dios. Así, por ejemplo, leemos en el salmo 19: “El
cielo proclama la gloria de Dios; de su creación nos habla la bóveda celeste”;
o en Sabiduría,13: “pues partiendo de la grandeza y la belleza de lo creado se
puede reflexionar y llegar a conocer a su creador” etc.
Esa creencia en la racionalidad de Dios,
frente a la arbitrariedad pagana del destino, dio fundamento al credo
indispensable para hacer ciencia. Esa fe en la racionalidad de Dios se traducía
en la fe en la regularidad de la naturaleza. Una naturaleza que ahora se
presenta como el otro libro en que Dios se manifiesta, junto al libro escrito
de la Biblia.

Para poder leer esa naturaleza como
libro era preciso conocer la lengua en que estaba escrito. Y esa lengua son las
matemáticas. Y esa era la aportación de la tradición griega, para quienes la
única ciencia que podía cumplir con los
requisitos de necesidad y universalidad era el saber matemático. Y de ahí
entendieron el conocimiento como lo deducido de principios elementales, sin valorar
el obtenido por el experimento y la inducción.
Pero para que esa ciencia embragara con
la experiencia de la realidad era necesario que la observación, por cuidadosa
que fuera, incorporara el experimento y la deducción matemática.
La ciencia moderna, en su nacimiento, no
surgió como contraria a la religión, sino como una rebelión contra la ciencia helénica,
especialmente, la de Aristóteles. Un deseo de liberar el espíritu de las estrecheces
que le imponía la pseudociencia natural griega. De hecho, muchos de esos representantes
del nuevo espíritu fueron clérigos, y en cualquier caso, cristianos.

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