lunes, 9 de marzo de 2020

EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA MODERNA...

La ciencia, tal y como hoy la conocemos, no ha existido siempre y en todo lugar. Nació en el seno de ese espacio cultural que se llamó la Cristiandad, allá por los siglos XVI – XVII. ¿Fue casual su nacimiento, es decir, podría haber ocurrido en cualquier otro lugar y tiempo?
Entre los grandes productos del espíritu humano hay que señalar la filosofía griega, el derecho romano y la religión de Israel, destinado a ser “luz de las naciones”. Tres productos que están en las raíces de nuestra civilización occidental. Correspondió al cristianismo absorber esos tres productos en una íntima unidad llena de posibilidades internas. Esa fue la labor de la intelectualidad de la llamada Edad Media.
Fue en ese suelo cristiano que nació y se desarrolló la ciencia moderna. Y si allí nació es porque allí se encontraban los gérmenes de esa nueva y magna formación intelectual que es nuestra ciencia.
Los teólogos medievales se ocuparon extensamente en ordenar y sistematizar la fe, recibida y plasmada en las Sagradas Escrituras, utilizando el pensamiento griego, a Platón y Aristóteles, como figuras cumbre, y en el caso de ese gigante de la teología que fue Santo Tomás de Aquino, a Aristóteles.
De ese esfuerzo y ocupación nació el convencimiento de que el mundo, la realidad, existe objetivamente, es decir, que no depende de nuestros gustos, cultura o deseos. Y esa es una de las condiciones que hacen posible la ciencia: la creencia de que existe un mundo real y objetivo.
Se trata de una condición llamémosle metafísica.
Junto a eso, también se vio como necesario que para que la realidad fuera inteligible, debía regirse por el principio de no contradicción, esto es, que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo tiempo. La no aceptación de este principio nos llevaría al absurdo. No puedo dar por igualmente válidos los juicios “Ahora estoy escribiendo” y “Ahora no estoy escribiendo”.
Se trata de una condición lógica, de nuestro pensamiento, que a su vez coincide con una condición ontológica, del ser.
[Hay por supuesto otros principios que hacen posible la ciencia y ahora dejaremos a un lado para no perder el hilo de lo que intentamos hacer ver, que es cómo la ciencia fue posible sobre ese terreno roturado por el cristianismo].
Estos principios eran aplicados para establecer las verdades contenidas en las Escrituras, y referidas al hombre. Y en la medida que fueran establecidas serían universales y necesarias, válidas en todo tiempo y lugar, como ocurre hoy con las afirmaciones de las matemáticas o la física, válidas en el Japón o Kenia.
Junto a toda esa aportación helena para el nacimiento de la ciencia moderna está la aportación de la raíz hebrea o judía. Digamos que si los griegos aportaron las condiciones racionales que hicieron posible ese nacimiento de la ciencia, la religión hebrea aportaba la fuerza cultural.
El cristianismo había integrado la creencia del mundo como creación de Dios. La Biblia se nos abre con la afirmación de que “en el principio, Dios creó el cielo ya la tierra”. A partir de ahí nos vamos encontrando afirmaciones que indican que el mundo o la naturaleza son expresión de Dios. Así, por ejemplo, leemos en el salmo 19: “El cielo proclama la gloria de Dios; de su creación nos habla la bóveda celeste”; o en Sabiduría,13: “pues partiendo de la grandeza y la belleza de lo creado se puede reflexionar y llegar a conocer a su creador” etc.
Esa creencia en la racionalidad de Dios, frente a la arbitrariedad pagana del destino, dio fundamento al credo indispensable para hacer ciencia. Esa fe en la racionalidad de Dios se traducía en la fe en la regularidad de la naturaleza. Una naturaleza que ahora se presenta como el otro libro en que Dios se manifiesta, junto al libro escrito de la Biblia.
La novedad en la actitud científica naciente solamente podía surgir en una cultura que reconociera un solo Dios racional y confiable.
Para poder leer esa naturaleza como libro era preciso conocer la lengua en que estaba escrito. Y esa lengua son las matemáticas. Y esa era la aportación de la tradición griega, para quienes la única ciencia  que podía cumplir con los requisitos de necesidad y universalidad era el saber matemático. Y de ahí entendieron el conocimiento como lo deducido de principios elementales, sin valorar el obtenido por el experimento y la inducción.
Pero para que esa ciencia embragara con la experiencia de la realidad era necesario que la observación, por cuidadosa que fuera, incorporara el experimento y la deducción matemática.
La ciencia moderna, en su nacimiento, no surgió como contraria a la religión, sino como una rebelión contra la ciencia helénica, especialmente, la de Aristóteles. Un deseo de liberar el espíritu de las estrecheces que le imponía la pseudociencia natural griega. De hecho, muchos de esos representantes del nuevo espíritu fueron clérigos, y en cualquier caso, cristianos.
Fue la fe en un Dios racional y creador la que abrió la posibilidad de pensar el mundo de otro modo y proporcionar un saber que ha dado como resultado un poder creciente sobre el mundo, aunque no sabemos bien adónde nos puede llevar ese dominio, real o supuesto, sobre la naturaleza.



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