domingo, 16 de febrero de 2020

VIVIMOS EN LA EDAD CIENTÍFICA…



Vivimos en la era de la ciencia. O de la tecnología. La tecnología concreta el proceder de la ciencia en artilugios que satisfacen necesidades o deseos de los humanos. El horno microondas, el teléfono móvil, la resonancia magnética, las puertas que se abren o cierran ante nuestra presencia, el televisor… Vivimos rodeados y encadenados a la ciencia y la tecnología, nos guste o nos disguste.
Para la mayoría de las personas nos resulta un enigma mucha de la tecnología que usamos, pero eso no despierta agradecimiento por el servicio que nos presta, aunque nos quejamos si en el móvil no tenemos cobertura o la bajada de unas imágenes tarda unos segundos más de lo que deseamos.
Decir que vivimos en la era de la ciencia significa que es a la ciencia y a los científicos a quienes reconocemos autoridad para decir la última palabra sobre lo que las cosas son. Ellos saben. Y porque saben confiamos en ellos, en su trabajo de acuerdo con el método científico para solucionar nuestros problemas y satisfacer nuestros deseos.
La ciencia está tan presente en nuestra sociedad, configura tanto nuestras vidas, que se la ve como algo natural, tan natural que ni se la ve. Algo análogo a la religiosidad del hombre medieval, cuando lo sorprendente era que alguien no creyera en Dios o cuestionara los preceptos de su religión. Se vivía en esa fe, al igual que se habita en la lengua materna, sin percibir ya su maravilla.
La ciencia ha demostrado tener un gran poder de manipulación, una gran capacidad para provocar cambios en las costumbres y organizaciones tradicionales, para fortalecer nuestras esperanzas en la realización de nuestros deseos, para modelar nuestro medio ambiente y nuestro medio social según juzgamos mejor.
Por eso en nuestro tiempo se ve en la ciencia y en la tecnología un motor de progreso, el medio que permitirá al hombre realizar sus sueños de bienestar y felicidad.
Sin embargo, cuando la mirada se dirige a las guerras que se han padecido en los dos últimos siglos, a la sobreexplotación de los recursos de nuestro planeta, a la destrucción de bosques o la manipulación de la sociedad, cuando uno mira todas esas cosas se da cuenta que ese poder también puede ir contra el hombre.
En el Fedro de Platón el rey Thamus era “aquel otro” que poseía la sabiduría que le permitía juzgar sobre el daño o provecho que aportan los descubrimientos y los inventos. Pero ahora no parece reconocerse a ningún otro que pueda hacer esa función.
Bertrand Russell decía que “para que una civilización científica sea una buena civilización, es necesario que el aumento de conocimiento vaya acompañado de sabiduría. Entiendo por sabiduría una concepción justa de los fines de la vida. Esto es algo que la ciencia por sí misma no proporciona. El aumento de la ciencia en sí mismo no es, por consiguiente, bastante para garantizar ningún progreso genuino, aunque suministre uno de los ingredientes que el progreso exige”[1]   
 Bien. Aunque decir que la sabiduría es una concepción justa de los fines de la vida es solamente señalar un camino que hay que recorrer, la necesidad de que la ciencia y la tecnología sean pensadas.



[1] RUSSELL, Bertrand. La perspectiva científica, 9. Barcelona, 1969.

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