Vivimos en la era de la ciencia. O de la
tecnología. La tecnología concreta el proceder de la ciencia en artilugios que
satisfacen necesidades o deseos de los humanos. El horno microondas, el
teléfono móvil, la resonancia magnética, las puertas que se abren o cierran
ante nuestra presencia, el televisor… Vivimos rodeados y encadenados a la
ciencia y la tecnología, nos guste o nos disguste.
Para la mayoría de las personas nos
resulta un enigma mucha de la tecnología que usamos, pero eso no despierta
agradecimiento por el servicio que nos presta, aunque nos quejamos si en el
móvil no tenemos cobertura o la bajada de unas imágenes tarda unos segundos más
de lo que deseamos.
Decir que vivimos en la era de la
ciencia significa que es a la ciencia y a los científicos a quienes reconocemos
autoridad para decir la última palabra sobre lo que las cosas son. Ellos saben.
Y porque saben confiamos en ellos, en su trabajo de acuerdo con el método
científico para solucionar nuestros problemas y satisfacer nuestros deseos.

La ciencia ha demostrado tener un gran
poder de manipulación, una gran capacidad para provocar cambios en las
costumbres y organizaciones tradicionales, para fortalecer nuestras esperanzas
en la realización de nuestros deseos, para modelar nuestro medio ambiente y
nuestro medio social según juzgamos mejor.
Por eso en nuestro tiempo se ve en la
ciencia y en la tecnología un motor de progreso, el medio que permitirá al
hombre realizar sus sueños de bienestar y felicidad.
Sin embargo, cuando la mirada se dirige
a las guerras que se han padecido en los dos últimos siglos, a la
sobreexplotación de los recursos de nuestro planeta, a la destrucción de
bosques o la manipulación de la sociedad, cuando uno mira todas esas cosas se
da cuenta que ese poder también puede ir contra el hombre.
En el Fedro de Platón el rey Thamus era
“aquel otro” que poseía la sabiduría que le permitía juzgar sobre el daño o provecho
que aportan los descubrimientos y los inventos. Pero ahora no parece reconocerse
a ningún otro que pueda hacer esa función.
Bertrand Russell decía que “para
que una civilización científica sea una buena civilización, es necesario que el
aumento de conocimiento vaya acompañado de sabiduría. Entiendo por sabiduría una
concepción justa de los fines de la vida. Esto es algo que la ciencia por sí misma
no proporciona. El aumento de la ciencia en sí mismo no es, por consiguiente, bastante
para garantizar ningún progreso genuino, aunque suministre uno de los ingredientes
que el progreso exige”[1]
Bien.
Aunque decir que la sabiduría es una concepción justa de los fines de la vida es
solamente señalar un camino que hay que recorrer, la necesidad de que la ciencia
y la tecnología sean pensadas.
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