martes, 21 de julio de 2020

¿ES EL «MITO DE GALILEO» EL PROTOTIPO DE LA RELACIÓN TEOLOGÍA–CIENCIAS?

0. Con el «mito de Galileo» nos estamos refiriendo a la imagen formada alrededor de este autor como “mártir de la ciencia”, “paladín de la libertad del pensamiento frente al autoritarismo de la Iglesia”, “padre de la ciencia moderna”, etc. Frente a esa imagen de Galileo aparece la Iglesia católica como un poder fanático y exterior a la ciencia, opuesto al progreso y al conocimiento humano. Todavía Bertrand Russell afirmaba en su obra La perspectiva científica, que allí donde la Iglesia ejerce poder, como en Irlanda y en Boston, sigue prohibiendo toda literatura que contenga nuevas ideas[1].

En la visión ofrecida por este mito, la teología aparece como un conocimiento ajeno, pero con la pretensión de ser el tribunal ante el que la actividad científica debe rendir cuentas y con poder para decidir acerca de lo que es admisible o no en la ciencia. En esa imagen intelectual la relación entre las ciencias que se van constituyendo y la teología no puede verse de otro modo que de confrontación o conflicto por la resistencia de las ciencias a someterse a una autoridad ajena a ellas. Conflicto en el que, por lo demás, la teología lleva la peor parte, toda vez que la ciencia trata de edificarse sobre la evidencia de aquello que las cosas son y la teología en la fe puesta en unos escritos que se creen de inspiración divina.

Pero eso es la imagen que ofrece el mito construido en torno a un caso que, por otro lado, ha sido único en la historia de las relaciones entre la actividad científica y la labor de los teólogos. Un caso único y aleccionador para la Iglesia a la hora de pronunciarse sobre las afirmaciones posteriores acerca de la naturaleza.

Sin embargo, el que un solo caso de una sentencia de un tribunal eclesiástico de lugar a la formación de un mito que viene a expresar atemporalmente el conflicto entre ciencia y religión (o entre la libertad y la autoridad) plantea ciertas preguntas cuya reflexión ayuda a comprender no solamente la naturaleza de ambas actividades (la científica y la teológica), sino también el carácter de sus relaciones. Entre las cuestiones que se podrían plantear, me limitaré solamente a una por su posible contribución a precisar las relaciones entre ciencia y teología:

-       En el caso Galileo, ¿se trata de un conflicto entre ciencia y teología o la expresión del conflicto interno a un determinado orden intelectual que acaba?

 

 

1. El caso Galileo como conflicto interno a determinado orden intelectual.

Si algo mostró el cristianismo tras la caída del Imperio Romano fue su capacidad para ordenar y cohesionar espiritualmente el mundo europeo. Esa capacidad se materializó política, social y culturalmente en los siglos XII, XIII y XIV en la formación de eso que se llamó la Cristiandad, que se ordenó inspirada particularmente con los pensamientos expresados por San Agustín en su obra La Ciudad de Dios. En el orden temporal aparecía como cabeza suprema el Emperador que marcaba como finalidad política a las monarquías la paz necesaria para que las almas lograran la salud eterna. En el orden espiritual, el Papá, representante de Cristo en la Tierra, detentaba la máxima autoridad, a la que debía someterse el emperador. En la Monarquía de Dante puede verse ese orden y como en el siglo XIV ya se plantea la autonomía de esa esfera temporal.

En ese contexto social y político, la Universidad, nacida alrededor de la montaña de santa Genoveva de París hacia el año 1200, organiza el saber del modo como los gremios organizan el trabajo artesanal en las crecientes ciudades de la época. La propia definición de la universidad como “comunidad de maestros y discípulos” describe ese modo gremial de entender la universidad.

Esa corporación académica tiene por misión la elaboración de un trabajo intelectual en el campo de la teología y de las artes a partir de los materiales recibidos de la antigüedad y puestos al servicio de la Escritura y la salvación eterna del hombre. Un trabajo que no por ser intelectual deja de seguir el esquema de organización de los gremios, con su jerarquía profesional, control del trabajo de sus escolares, los géneros didácticos que deben utilizarse, la práctica docente, etc. Toda esta regulación produce unas obras filosóficas y teológicas monótonas y pesadas, sí, pero también minuciosas en los análisis de todas las alternativas posibles a los problemas planteados y precisas en sus soluciones finales.

Además de la Biblia en la versión latina de la Vulgata, los materiales de estudio que se utilizan son de los primeros escritores cristianos, ocupando un lugar destacado san Agustín, la antología de sentencias recogida por Pedro Lombardo, Dionisio de Areopagita y, andando el tiempo, Aristóteles en su versión latina y vía los musulmanes. Todos estos autores son las autoridades que proporcionan el material original sobre el que se monta los comentarios, las cuestiones, las disputationes y hasta las grandes Summas.

En este contexto cultural el teólogo es el sabio por antonomasia y el encargado de supervisar los saberes de las otras áreas de la actividad humana.

Todo esto produjo una cultura ordenada y libresca cada vez más alejada de los trabajos y avances que se daban en las ciudades de la cristiandad. Esos desajustes se van haciendo cada vez más patentes en el siglo XV. Ya en los libros del Idiota[2], de Nicolás de Cusa, se hace entrar un nuevo personaje central en el ámbito cultural: el idiota o el ignorante, como traducen algunos. Con el idiota se nombra a aquellas personas que dentro del orden intelectual creado en la edad media no son ni monjes, ni clero, ni espirituales, sino cristianos simplemente comprometidos con las realidades mundanas. Frente al concepto de litteratus., reservado al clero, el idiota viene a ser el ilitteratus, el iletrado el laico.

En el diálogo De mente de este libro, este nuevo personaje dialoga con la sabiduría y muestra otra forma diferente de entender la ciencia. El idiota, privado de toda autoridad intelectual y privado de cualquier título está, precisamente a causa de esa misma ignorancia en disposición de adquirir conocimientos inéditos, pues la ignorancia es el principio de la sabiduría. En cambio, el orador, el teólogo, creyéndose sabio, pierde toda su sabiduría. Tampoco el filósofo, con su seriedad, su palidez, siempre relacionado con los libros y otros filósofos, tampoco consigue embragar con las inquietudes de su tiempo. El idiota, en cambio, es iletrado respecto a los libros escritos por los hombres, pero no respecto al libro escrito por el dedo de Dios, que es la naturaleza.

Además el idiota es un artesano que fabrica cucharas y es en esa actividad perseverante, recogida en el taller subterráneo, amigo de las formas geométricas, como va aumentando sus conocimientos. Y como cristiano que es, alcanza frecuentemente por la fe mayor claridad y libertad sobre su vida que los filósofos con sus razones.

Esa nueva corriente intelectual manifestada en el idiota es la que se va manifestando a lo largo del Renacimiento y que ya plenamente consciente de sí en Galileo busca su propio estatuto y autonomía. En Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, Galileo, por boca de Salviati, empieza diciendo en la Jornada I: “Pienso que la frecuente actividad en vuestro famoso arsenal, Señores Venecianos, ofrece un gran campo para filosofar a los intelectos que especulan, especialmente, en aquella parte  que se denomina mecánica, en donde se construyen continuamente todo tipo de instrumentos y de máquinas por medio de un gran número de artesanos, algunos de los cuales han de ser entendidos y con un talento muy agudizado debido tanto a las observaciones que sus predecesores hayan hecho como a lo que van descubriendo ellos mismos sin interrupción”.

Galileo encarna esa figura del idiota de Nicolás de Cusa, con todo su potencial de futuro para entender al mundo.

 

2. Pasando ahora, aunque sea bruscamente, a la pregunta inicial, no creo que Galileo sea el prototipo de la relación teología - ciencias, pues más que expresar una oposición entre ambas, expresa el conflicto, el drama interior a una cultura, cimentada sobre la fe en un Dios Trinitario, y que no consigue integrar a un hijo engendrado por su propio dinamismo. Ese drama cultural es al mismo tiempo el conflicto íntimo de aquellos que viven esa cultura.

Tal vez era necesario ese alejamiento para descubrir los campos propios de ambas ocupaciones y sus límites. Hoy las ciencias empíricas son conscientes de su poder para ampliar sus conocimientos e incidir en la sociedad, pero también saben que sus métodos no pueden proporelativismorcionar la sabiduría necesaria para que esos conocimientos sean para bien del hombre, como señalaba B. Russell en esa misma obra “La perspectiva científica”. La teología puede contribuir a esa sabiduría que complemente la ciencia. Una relación de diálogo puede contribuir  a una vida más humana y más cristiana.

Hoy el peligro ya no está en la actitud dogmática de la Iglesia o los teólogos, sino justamente en lo contrario, en el dogmatismo que impera en eso que se llama el cientifismo y que tiene poco de científico y menos de apertura a las nuevas realidades humanas… y el descuido y relativismo en el campo de la fe cristiana.

 



[1] Russell, Bertrand: La perspectiva científica, pg 28. Barcelona, 1969

[2] Obra escrita por Nicolás de Cusa escrita en 1450 y que incluye cuatro diálogos, en los que el  protagonista es el Idiota o ignorante.


jueves, 9 de julio de 2020

CALCULAR Y PENSAR...




La lógica es un lenguaje formalizado.
Una de las ventajas de los lenguajes formalizados es, además de evitar  ambigüedades y equívocos, su potencia para construir cálculos. Dicho con otras palabras: nos permiten establecer de forma absolutamente clara un conjunto finito de reglas que nos facilitan relacionar lógicamente unos signos con otros.
Todos tenemos una noción intuitiva de “cálculo” a partir de las matemáticas elementales. Cuando multiplicamos, por ejemplo, procedemos según una serie de reglas, como que de 20 nos llevamos dos o que al multiplicar la segunda cifra del multiplicador debemos colocar el resultado un espacio corrido hacia la izquierda, etc. Para multiplicar bien es suficiente conocer las reglas de la multiplicación y aplicarlas rigurosamente, sin que haya necesidad de conocer el porqué de todas y cada una de las reglas.
Y lo mismo podríamos decir de cualquier otro tipo de cálculo. Un cálculo no es otra cosa que un procedimiento mecánico, el cual, operando con reglas, nos permite obtener resultados correctos. Y no solamente eso, sino también obtener resultados que sin ese cálculo sería muy difícil de obtener. El resultado de multiplicar 18 por 6 podría ser logrado a base de sumas, por ejemplo, pero si de lo que se trata es de multiplicar 324567 por 3456, con ese sistema, la tarea sería prácticamente imposible.
El operar con reglas facilita enormemente las operaciones deductivas y, al mismo tiempo, permite detectar los errores que podamos cometer. Además tienen la ventaja añadida de ahorrarnos el esfuerzo de pensar.
Las reglas a las que nos referimos no son otra cosa que la sintaxis de ese cálculo. La sintaxis es la parte de la semiótica (ciencia general de los signos) que se ocupa de estudiar las relación de los signos entre sí, independientemente de lo que los signos signifiquen. También podemos expresar esto diciendo que la sintaxis no se preocupa de la interpretación de los signos, y únicamente se interesa por las leyes y reglas que hacen posible su combinación correcta. 12 más 11 son 23, y esto puede ser referido a manzanas, niños o galaxias.
Otro ejemplo aclaratorio de esto lo podemos tomar de la lengua natural, la cual, disponiendo también de una sintaxis, nos permite hacer expresiones correctas, al margen de su significado, si observamos las reglas de la sintaxis de esa lengua. Así podemos construir expresiones como:
El multicolor árbol solitario se alzaba en medio del espeso bosque, sirviendo de hogar para los pájaros inexistentes que se escondían en la espesa hojarasca de sus inmensas ramas desnudas que pretendían alcanzar aquel cielo cubierto de amenazadoras nubes en un día de sol radiante….
El significado de esa expresión es harto dudoso, aunque su construcción creo que es correcta, y solamente alguien que domine esa lengua podría hacerla.
Por supuesto, no es lo mismo corrección que verdad. Quien razonara afirmando que
“Ningún mamífero vive en el mar,
y como la ballena es un mamífero,
por lo tanto, la ballena no vive en el mar,
habría hecho un razonamiento correcto, aunque su conclusión no sea verdadera. La verdad o falsedad de nuestras expresiones está en relación con el contenido o materia de esas expresiones. La corrección del modo en que hemos usado las reglas.
Ahora bien, para establecer las reglas que imperan en un cálculo o interpretarlo, es decir, darle contenido, no puedo hacerlo calculando, sino pensando.
Y pensar es otra cosa diferente de calcular. Exige situarse fuera del mecanismo del cálculo y atender la realidad. Frente al carácter imperativo y rígido del cálculo, el pensamiento tiene que flexibilizarse para acoger al ser, a lo que las cosas son.
El proceder calculador no es exclusivo de los lenguajes formalizados. Además del lenguaje natural con su sintaxis, el comportamiento humano, tanto intelectual como social o emocional, tiene su sintaxis, sus constantes o conectores a partir de los cuales relaciona sus variables (experiencias), y sus reglas de formación que le dictan que expresiones intelectuales o afectivas son correctas o incorrectas, y por tanto admisible o inadmisibles. Y en este sentido, buena parte de la conducta humana procede según la mecánica de un cálculo.
De ahí que aun cuando el sentimiento subjetivo sea de libertad, buena parte de nuestra conducta sea predecible en cuanto se conoce su “sintaxis”.
El cálculo es posible por esa independencia de la sintaxis o forma de los signos (lingüísticos o conductuales) respecto de su contenido o materia. Una independencia relativa a nuestro modo de consideración de esos signos, pues en la realidad ambos aspectos se envuelven mutuamente.
Por el lado de la forma se dan las constantes que universalizan el proceder, y por el lado del contenido o materia se particulariza y toma realidad la cosa.
Por ejemplo, por la constante de “la crisis de la adolescencia”, como teoría admitida, me permite decir cosas sobre los problemas de los jóvenes, pero si mi hijo u otro joven acuden a mí para explicarme un desconcierto suyo, no puedo darme por satisfecho “explicando” su desconcierto por dicha teoría de la crisis. Este sería un proceder calculador, pero no compresivo ni adecuado a la realidad.
Si de verdad estoy interesado por su situación, me veo obligado a escuchar y observar sus manifestaciones. Para que su caso tenga la consideración de singular, como lo es, debe ser contemplado y acogido. Y esto exige pensar. Solamente así la respuesta no será el resultado de ningún proceder mecánico, sino libre. Es decir, creadora e iluminadora de la realidad considerada.
El pensar emerge allí donde lo obvio deja de ser obvio por la tensión entre la universalidad de la teoría o las reglas y la particularidad con que se presenta la realidad, y que se resiste a ser reducida a esa universalidad. Esto es lo que obliga al espíritu a un movimiento de búsqueda de aquella causa, teoría o imagen a cuya luz el hecho considerado [=observado como si fuera una estrella; de sidus, sideral] es aclarado, restableciendo las relaciones que lo vinculaban a otros hechos.
Se trata de un penoso ascenso hasta aquella cumbre desde la cual poder ver la cosa con más y mejor perspectiva.