martes, 23 de junio de 2020

NO ABANDONAR EL SENTIDO COMÚN…

Los noticiarios suelen centrarse mucho en personas populares, enfrentamientos políticos, en… Mucho ruido, y creo que también mucho de vanidad de quienes creen poder más de lo que realmente pueden. Todo ese ruido contrasta con el silencio de muchas personas que fueron o son claves en momentos dramáticos de nuestra historia, y a las que debemos o deberíamos un gran agradecimiento. Sea esta entrada un homenaje a esas personas poco conocidas y apenas percibidas en su momento. 

Una de esas personas fue Stanislav Yevgráfovich Petrov, a quien posiblemente debamos el que hoy podamos luchar contra el COVID 19… No por su contribución al conocimiento de los virus, sino porque podamos estar aquí. 

Quiso la Providencia que este hombre estuviera en el lugar adecuado en un momento crucial de la historia de la humanidad, en la noche del 25 al 26 de septiembre de 1983. 

La cosa fue así: Por aquel entonces, ahora hace unos 37 años, la conocida como “Guerra fría”, es decir, el enfrentamiento entre el bloque soviético y el bloque occidental, estaba más tenso que nunca. Aquella Guerra fría, como había ocurrido en alguna otra ocasión anterior estaba a punto de convertirse en una Guerra caliente. El desarrollo de armas cada vez más potentes por parte de las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, había hecho crecer la desconfianza que entre ambas ya existía y que temieran seriamente que alguna de ellas tomara la iniciativa de atacar a la otra. 

En marzo de ese año de 1983 el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, dio a conocer su plan de defensa conocido Strategic Defense Initiative y con el que se pretendía anular la posible superioridad ofensiva soviética. Aunque entre los bloques hubiera conversaciones de paz, sobre desarme y demás, ninguno creía al otro. Hablamos de armamento nuclear con una capacidad destructiva que permitía pensar en una especie de Apocalipsis, de acabamiento de la la mayor parte de la humanidad… 

Como siempre la desconfianza es la carcoma de las relaciones humanas… 

La tensión todavía aumentó más cuando se supo Estados Unidos y la OTAN planeaban instalar misiles en Alemania Occidental y hacer unas maniobras militares en Europa que, junto a otras informaciones, permitían sospechar a los soviéticos que lo que se estuviera preparando era una invasión de su zona de dominio. No es de extrañar que en estas circunstancias tomaran la decisión de activar todo su arsenal a la primera indicación de un ataque nuclear…

En ese ambiente de tensión polico-militar, nada más faltó el derribo de un avión de las líneas surcoreanas que, por error, entró en el espacio aéreo soviético el uno de septiembre de 1983, muriendo 269 personas, entre ellas un senador y algunos ciudadanos norteamericanos. Era lo que faltaba para que esa tensión entre los bloques llegara a su punto álgido… 

Así estaban las cosas cuando la noche del 25 de septiembre el entonces teniente-coronel Stanilav Petrov se hizo cargo del búnker Serpujov-15, el centro de mando de la inteligencia militar soviética donde se coordinaba la defensa aéreo-espacial rusa. Su cometido era claro y conciso: analizar y verificar los datos que les proporcionaran sus satélites sobre un posible ataque nuclear americano e informar a sus superiores para iniciar un contraataque masivo con armamento nuclear. Nada más sencillo y claro para él, autor del protocolo que se había de seguir. 

Y siguiendo con la Providencia, o la casualidad si se quiere, curiosamente esa noche estaba él allí porque a quien le correspondía estar se encontraba enfermo… 

El caso fue que a eso de la medianoche, a los pocos minutos de iniciarse el día 26 de septiembre, los sistemas de alarma saltaron, avisando las pantallas de las computadoras el ataque de un misil nuclear inminente. Un misil había sido lanzado desde una de las bases norteamericanas. El nerviosismo en el búnker soviético es fácilmente imaginable, aunque Petrov pidiese calma y, además de comprobar los datos pidiera una confirmación de visión aérea, que no pudo hacerse por las condiciones climáticas. 

Más allá de la información que le daban las computadoras, Petrov utilizó su sentido común y le pareció que no tenía sentido que los americanos atacaran con un solo misil. Pero apenas había desestimado esa primera alerta, sonó una segunda alarma, y una tercera y hasta una quinta. Si con la primera el nerviosismo se había apoderado del búnker, con la quinta la actividad en su interior era frenética. 

El sistema de alerta temprana soviético hacia pasar el objetivo detectado por 29 controles de seguridad que confirmaran el ataque. La facilidad con que los supuestos misiles pasaban esos niveles de seguridad, y que alertaban que en veinte minutos alcanzarían sus objetivos, hizo sospechar a Petrov de un posible error en las alarmas. Por un lado, él conocía las peculiaridades del sistema de alerta temprana ruso (sistema de satélites OKO) y creía que ese sistema podía equivocarse. 

Activó su sentido común y consideró que no era posible que hubiera alguien tan estúpido como para iniciar un ataque con cinco misiles, disponiendo de miles y sabiendo que la respuesta podía aniquilar toda la población de su país… Esperó y cuando la tensión entre los oficiales e ingenieros del búnker llegó al máximo, las sirenas de alerta cesaron de golpe y las luces de emergencia se apagaron. 

Se confirmó que se trataba de una falsa alarma causada por una rara conjunción astronómica entre la Tierra, el Sol y la posición específica del satélite OKO. 

La decisión de Petrov de no accionar el botón rojo, anteponiendo su sentido común y responsabilidad a los datos de las computadoras, había salvado a la humanidad de millones de muertos. Muchos. Sea cual sea el número que se quiera poner, lo cierto es que el mundo no sería como es ahora ni existirían muchísimos de los que ahora ignoran a esta persona.

¿Qué fue de Stanilav Petrov? Sus superiores lo amonestaron, lo destinaron a un puesto de menos responsabilidad y la dieron una jubilación anticipada. Evitó una posible pena de muerte por saltarse el protocolo porque los rusos entendieron que no podían permitirse que los americanos o el pueblo ruso se enteraran de lo sucedido. En aquellos días la única recompensa que recibió fue un pequeño televisor portátil de fabricación rusa por parte de quienes compartieron esos minutos angustiosos en el búnker. 

En 1998 su comandante en jefe Yuri Votintsev escribió un libro de memorias en el que se daba a conocer lo ocurrido esa noche. Quiso la casualidad que ese libro llegara a manos de Douglas Mattern, presidente de la Asociación de Ciudadanos del Mundo y que, tras las correspondientes comprobaciones, esta asociación le otorgara el Premio Citizien Award en el 2004, un trofeo y 1000 dólares por evitar lo que podía haber sido un desastre mundial. 

Después de este premio le vinieron otros, como uno que otorgó el Senado de Australia, otro por parte de las Naciones Unidas… el último en Alemania, en 2013, el Dresden Preis. 

Fue difícil encontrarle, pues vivía en Fryazino, un pueblo a 25 km de Moscú, con una pequeña pensión de unos 200 dólares americanos, en una pequeña casita, apenas conocido por nadie. Él no se consideraba ningún héroe. Su sencillez quedaba dibujada en estas sus palabras: 

"Todo lo que pasó no me concernía - era mi trabajo. Estaba simplemente haciendo mi trabajo y fui la persona correcta en el momento apropiado, eso es todo. Mi última esposa estuvo diez años sin saber nada del asunto. '¿Pero qué hiciste?', me preguntó. No hice nada" 



Gracias a esa nada estamos seguramente aquí… y pensar si en las casualidades de esa noche de septiembre quiso la Providencia advertirnos del peligroso juego en el que nos habíamos metido y de cuántas cosas hay que corregir en el rumbo que han tomado nuestras sociedades “avanzadas”. 

Stanislav Petrov repartió el dinero que acompañó a los premios entre sus familiares y se guardó el que necesitaba para comprarse una aspiradora eléctrica que le salió defectuosa. Murió en mayo del 2017, en el mismo Fryanzino, arrastrando sus pies hinchados…

domingo, 21 de junio de 2020

EL PAPEL DEL PROFESOR EN LA CLASE DE FILOSOFÍA


Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
Ay! ‑‑pensé‑‑Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: "Levántate y anda"
G. A. Becker

¿Cuál es el papel del profesor en la clase de filosofía?.
Fue una pregunta que me plantearon hace ya bastante tiempo, cuando era un profesor en activo de Bachillerato. Una pregunta que como yo ya me la había hecho a mí mismo muchas veces, encontré que, sin tener una respuesta cerrada, podía fácilmente responder hasta donde había llegado hasta entonces mi reflexión.
Se trata de una pregunta, así la entendí, nacida de la docencia de la filosofía a jóvenes de nuestros centros, por aquel entonces, de bachillerato. 
En esa labor, entre las paredes del aula, el profesor y los alumnos crean unas veces una extraña y motivadora atmósfera y, otras, asisten a una tediosa y aburrida representación. Este vaivén anárquico de éxitos y decepciones en labor docente manifiestan hasta que punto enseñar es un arte, cuyos secretos nos gustaría penetrar para así poder ofrecer a los alumnos, en cada clase, el encanto del saber. Nadie más riguroso  con el profesor  que él mismo, cuando sus clases no han podido captar la atención de los alumnos.
Por eso, probablemente, sea esta una pregunta que todo profesor consciente de su labor  se ha planteado alguna vez de un modo u otro. El hecho de  que se  formule con más frecuencia  entre los profesores de  filosofía,  y, de forma  particular, por quienes intentan con sus clases promover  activamente en  sus alumnos una actitud reflexiva, se debe, al menos en parte, a la naturaleza de la materia que profesan y al  ambiente poco propicio en que se desenvuelve su trabajo. Hoy la enseñanza se ejerce en un contexto de positivación niveladora del saber, lo cual ha devenido en utilidad social y, más estrictamente, profesional.  En  tal contexto,  la Filosofía aparece como una  actividad difícil de clasificar. De ahí a declararla "inútil" o algo que uno puede hacer "por libre" no hay más que un paso. Tal vez sea esta una de las razones que sobrecargan  al  profesor de  filosofía  con la penosa  tarea de  tener que justificar su labor y descubrir su papel en la clase.
Cuando la pretensión es hacer que la clase de Filosofía se desenvuelva en una atmósfera de diálogo, la pregunta puede plantearse en dos ámbitos de amplitud distinta. Uno, más restringido, referido al papel del profesor como árbitro de ese diálogo, y otro más lato, referido al contexto escolar en el que esa pretensión de diálogo se desenvuelve.
En el primer caso nos situaríamos en una perspectiva más técnica: el profesor como árbitro en el diálogo de  clase, creador de situaciones de reflexión, interrogador hábil, etc. En el segundo, la pregunta sería pensada en el contexto que da sentido a todas esas funciones que el diálogo parece exigir al profesor.
Pero ya nos situemos en un ámbito  u otro,  la pregunta me parece en cualquier caso sorprendente, justificada y fundamental.

Una pregunta sorprendente, pues parece que su respuesta debería ser obvia. Para los profesores de otras materias apenas hay espacio mental para la pregunta. Al menos inicialmente, los papeles del alumno y del profesor son claros: yo tengo unos conocimientos, socialmente reconocidos, que vosotros no tenéis; mi misión es transmitiros lo más eficazmente posible esos conocimientos, y la vuestra, aprenderlos. También esto se puede hacer en filosofía. Ciertamente hay un saber filosófico resultado de una historia del pensamiento, y con él, un programa posible de contenidos para la clase de filosofía. Sin embargo, si una respuesta así no satisface a la pregunta, se debe a que el horizonte educativo desde el que ésta se plantea es otro.
En una clase con pretensiones de ser una clase dialogada podría parecer que el papel del profesor consiste en ser un interrogador hábil, animador del grupo, etc. Por necesarias que puedan ser esas “técnicas”, ellas no dejarían de constituir el aspecto exterior o instrumental del diálogo. Aunque útil, podría reducir el diálogo a mera técnica de dinámica o terapia de grupos (esto último muy alejado de un objetivo verdaderamente filosófico).
Si la pregunta no puede quedar enteramente respondida por esta vía se debe, creo, a que no solamente expresa una interrogación, sino también una exigencia. Una  exigencia intelectual y moral.
La exigencia intelectual viene dada por lo que decía el Dr. Limpan cuando afirmaba que los  alumnos "quieren aprender, pero también quieren que lo que aprenden tenga sentido"[1]. Pero esto  sólo  es  posible en la medida  que las  experiencias y conocimientos escolares son referidos  a  un todo  que  les dé unidad. ¿Qué todo?  El de sus propias vidas. Cuando examino mis recuerdos escolares,  encuentro que queda una mínima parte de la materia de la enseñanza recibida. De los profesores sólo recuerdo aquellos momentos  en que, dejando de serlo, me ofrecieron una frase o un ejemplo significativo  para mí. En  esos momentos dejaron  de  enseñarme cosas supuestamente útiles o importantes para la vida para situarme en la vida misma, en diálogo conmigo mismo.  Fue entonces cuando los tuve por maestros,  pues, tal vez sin darse cuenta, despejaron las dificultades que me impedían ver la relación entre las diferentes experiencias de mi vida y su conexión con lo que se me mostraba en las clases.
Cuando se enuncia que el objetivo básico de la clase de Filosofía es lograr que los alumnos piensen por sí mismos mediante una educación  en  la reflexión y la racionalidad, se está pidiendo recobrar aquel coloquio entre maestro y discípulo cuyo objetivo es lo que los clásicos perseguían con las humanioras litterae, las letras que hacen más hombre.  Creo que hoy se sigue sintiendo la exigencia de una cultura  general que, respetando la diversidad de valores, consiga asegurar  la  necesaria unidad intelectual del hombre.
Esta exigencia intelectual lleva implícita una exigencia moral. Solamente un profesor sensible a las inquietudes de sus alumnos y que ame las ideas puede poner a la clase en situación de diálogo. Porque lo que sostiene  el diálogo, el fluir del pensamiento en común, es la forma de  proceder. Cuando esa forma falta, el diálogo se torna debate, y las ideas,  armas arrojadizas con las que intentar dominar al contrario. Esa honradez en  la forma de proceder  supone  una metanoia:  la  exigencia  de  cambiar una inteligencia que posee la verdad por una inteligencia poseída por la verdad y, por tanto, abierta a ella.

La  pregunta  está  justificada.  Saber las exigencias de un programa no significa necesariamente  estar en  ellas.  Entre el punto de partida y la meta entrevista hay todo un camino que debe ser  recorrido, y  que  sólo recorriéndolo nos manifiesta  su realidad.  Es entonces cuando,  además de  saber esas exigencias, las entendemos.
La práctica del diálogo no sólo obliga a los alumnos a poner a la vista las consecuencias e implicaciones de  sus pensamientos, lo  que significa,  con frecuencia  corregirlos,  sino también al profesor.  No se  trata de  un  juego en  el  que el  profesor se reserva las "soluciones"  de  los  problemas  para  darles  a los alumnos la oportunidad de sentir la satisfacción  de encontrarlas por sí  mismos. Eso haría de la clase  no una  comunidad de investigación,  sino un artificio del que pronto se darían cuenta los alumnos y perderían todo interés. Tampoco es el profesor un mero árbitro que conoce las reglas del juego y sanciona a aquellos que no las respetan. Ciertamente vela por la forma de proceder en el diálogo y evita que su intervención prejuzgue el  resultado; pero también hace posible el diálogo interrogando  y animando.  Esto significa participar en  el juego. En  esta  participación  se  ponen de manifiesto   sus limitaciones, tanto de  conocimiento  como personales. Esto resulta muy estimulante para el profesor que ve que en sus  clases puede aprender y superarse a    mismo. Pero, ciertamente, crea un espacio de inseguridad que lleva a plantarse y revisar su  papel  en  el  grupo.  La  clase  se  transforma en aventura,  y no paseo por lo ya repetido.  En tanto que aventura, cada situación pone a prueba lo que creemos ya sabido y dominado.
La pregunta está, además, justificada por otra razón. En nuestros centros de bachillerato se ha compartimentalizado tanto la función docente  que  se  confunde  la  división del trabajo intelectual con una división de la inteligencia misma. Cada profesor permanece en el  rincón de su especialidad sin apenas saber qué  hacen los otros ni qué función desempeñan dentro del conjunto escolar.  Desde ese rincón, la meta que  se persigue ha quedado muy ensombrecida, y sólo se sabe, eso sí, que hay que ir derecho y eficazmente hacia ella.
En esa situación se  da la curiosa ley de  que cuanto  más oscuro es el horizonte educativo que rodea al profesor más claro resulta su papel. En el caso de que no alcance  los resultados  deseados con su enseñanza, siendo que ha puesto los medios  adecuados y posee   competencia en la materia, siempre le cabe tranquilizarse diciendo aquello que respondió Oscar Wilde después del estreno de una obra suya que no gustó en  absoluto:  "la obra ha sido un gran éxito; pero el público, un fracaso".
Y  así,  rodeado y abrumado el alumno por tantos saberes, tan ciertos y verdaderos,  acaba no sabiendo qué sabe ni qué busca. Y la escuela,  de ser un bien,  se transforma con frecuencia en un problema para profesores, alumnos y padres.

La pregunta es fundamental. La relación alumno-profesor es el centro de toda enseñanza.  En ella el profesor toma conciencia de sí y tiene que habérselas con la  esencia misma de  su misión. Se trata de  una relación personal y concreta para la que no hay fórmulas didácticas universales,  por verdaderas y necesarias que éstas sean. Olvidar esto puede llevar a transformar el aula en un taller de trabajo a destajo o de  adoctrinamiento, pero donde se impide que los individuos descubran aquella verdad personal que les hará más personas.
Pero no se trata de una relación personal como cualquier otra. Se trata de una relación mediatizada por el conocimiento. A través del saber y la información es como se va formando la  persona del alumno.  Sin embargo, sería abusivo e injustificado reducir este saber y esta  información a lo  fáctico.  Del mismo  modo  que un montón  de  ladrillos  no  hacen  una  pared,  ni  un montón de conocimientos, una  ciencia,   tampoco  un  montón de  enseñanzas (disciplinas) proporcionan una educación. Lo que hace de todo eso una pared, o una ciencia, o una educación es la forma en que todo eso está dispuesto.  Veo,  a veces,  a los alumnos como un cuarto vacío al que los diversos profesores arrojan  libros  por sus ventanas; son materiales necesarios para que hagan su biblioteca; pero no suficientes, pues lo que hará de todo eso una biblioteca útil y manejable es el que estén dispuestos y ordenados según ciertos criterios.
Hay dos grandes tipos de filósofos: los que lo saben todo, como Aristóteles o Hegel, y los que no saben nada, como Sócrates o San Agustín. De los unos y de los  otros participamos, según los momentos. En las clases de filosofía dialogadas se sigue más a los segundos. Esto proporciona la posibilidad de ensanchar el espacio mental hasta coincidir o tocar el espacio vital.  Este camino tiene la ventaja de representar  para muchos alumnos una efebía de la razón, el descubrimiento de la reflexión como el lugar en el que se van elaborando  sus propios criterios. De este modo, el pensamiento adquiere su dimensión moral al acercar la racionalidad a la  vida. Sorprende la frecuencia con que personas de gran eficacia racional en su trabajo técnico son absolutamente primitivas en sus relaciones familiares  o en temas que no son de su especialidad.
Posiblemente nada pueda enseñar el maestro, si el alumno no llega a esa consideración interior que le permite  entender lo hablado. Eso nos dice San Agustín en  su obra "Del  Maestro",capítulo XIV: "Mas se engañan los  hombres en llamar maestros  a los que  no lo son,  porque,  la mayoría de las veces no  media ningún intervalo entre el tiempo de  la locución y el tiempo del conocimiento; y porque, advertidos por la palabra del  profesor, aprenden pronto interiormente, piensan haber sido  instruidos  por la palabra exterior del que enseña".  Tal vez sea así. Pero también sabemos que sin la  palabra temporal  del  maestro, que actúa como un catalizador, no se despertaría ese maestro interior permanente.
¿Cuál  es  el  papel del profesor?  Hay preguntas que  se hacen y otras en las que se está. Las primeras muestran su enjundia en la respuesta; las segundas muestran su fecundidad al pensarlas. Esta pertenece a las segundas. 


[1] Matthew. Lipman. Filosofia a l’escola, pg 29.Barcelona 1991.