“En
gracia me ha caído, hija, cuán sin razón se queja, pues tiene allá a mi padre
fray Juan de la Cruz, que es un hombre celestial y divino. Pues yo le digo a mi
hija que después se fue allá, no he hallado en toda Castilla otro como él, ni
que tanto fervore en el camino del cielo. No creerá la soledad que causa su
falta.
Miren
que es un gran tesoro el que tienen allá en ese santo, y todas las de la casa
traten y comuniquen con él sus almas, y verán que aprovechadas están y se
hallarán muy adelante en todo lo que es espíritu y perfección; pues le ha dado nuestro
Señor para esto particular gracia”.
(Teresa
de Jesús. Carta a la M. Ana de Jesús, en Veas, a mediados de 1578).
Así veía Santa Teresa a San Juan de la Cruz.
Tal día como hoy, el 14 de
diciembre de 1591, en Úbeda (Jaén), moría San Juan de la Cruz. Murió justo al
comenzar ese día, cuando la campana del convento llamaba a maitines. Juan preguntó
a qué tañía la campana, y le respondieron que a maitines. Él, abriendo los
ojos, y tras miran a quienes le rodeaban, dijo: “al cielo me voy a rezarlos”.
Besó los pies del crucifijo
que tenía en sus manos, y dijo a su Amado: “A tus manos encomiendo mi espíritu”.
Momentos antes, quiso que le
leyeran el Cantar de los Cantares, el libro bíblico que tan bien expresa su
experiencia de Dios. Podemos también decir que inspiró su Cántico espiritual…
Aquel año de 1591 fue un año
de mortificación para Juan de la Cruz. O tal vez mejor de purificación. Un año
en que iba a experimentar todo el alcance de lo que dijera a ese gran hermano
suyo, Francisco Yepes, ese mismo año, por
primavera en Segovia:
"Quiero contaros una cosa que me sucedió con
Nuestro Señor. Teníamos un crucifijo
en el convento, y estando yo un día delante de él, parecióme estaría más
decentemente en la iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le
reverenciasen, sino también los de fuera, hícelo como me había parecido.
Después de tenerle en la Iglesia puesto lo más decentemente que yo pude,
estando un día en oración delante de él, me dijo: 'Fray Juan, pídeme lo que
quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho'. Yo le
dije: 'Señor, lo que quiero que me deis
es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco'.
Esto pedí a Nuestro Señor, y Su Majestad lo ha trocado, de suerte que antes
tengo pena de la mucha honra que me hacen tan sin merecerla".
Y aquello que pidió, se le
concedió. O tal vez lo presentía. Será un año de renuncias, de verse relegado y
de dolores físicos. Sus desavenencias con P. Doria harán que en capítulo de
Madrid de 1 de junio de 1591, salga Fray Juan sin cargo alguno, disponible
voluntariamente para ir a Méjico. Pero el mismo padre Nicolás Doria impedirá
realizar ese deseo. Le sugiere ir a Segovia, pero al final se le envía a la
provincia de Andalucía, para que allí el vicario provincial Antonio de Jesús,
amigo de Fray Juan, le asigne conventualidad en cualquiera de los conventos que
allí tiene la orden.
Juan de la Cruz siente que está
siendo labrado para que su piedra asiente bien en el lugar asignado del
soberano edificio. Algunos rencores y envidias le han llevado a tener que
soportar calumnias y verse relegado a un rincón.
Se instala en La Peñuela,
provincia de Jaén, a la espera que le asignen un convento definitivo. Son días
de oración, trabajo en el campo y de retocar sus escritos. Siente a veces su
alma muy pobre, como atravesando un desierto; pero también el desierto es admirable.
Es a finales del verano de
ese año, mientras trabaja en las viñas, cuando siente un dolor agudo en el pie
y aparece una mancha carmesí que luego le apostemó el pie y la pierna. Y
empiezan las “calenturillas”. Los hermanos de La Peñuela sugieren trasladarlo a
Baeza, donde hay conocidos de Fray Juan que podrán tratar bien su dolencia.
Pero él considera que mejor pasar desapercibido, y pide ir a Úbeda. Allí llega
la víspera de San Miguel. Pero mira por donde el prior del convento, Francisco
Crisóstomo, es de los desafectos al santo, y no le facilitó el encuentro con el
amado. A los dolores del mal y de las curas se unía la mezquindad del prior,
que le escatima la comida y el lavado de las ropas y hasta de las vendas que
cubrían sus heridas.
Pero a pesar de todo esto,
Juan de la Cruz se mantiene de tal forma que no es espectáculo de dolor, sino
de amor. Dolores y desatenciones no hacen sino purificarlo para su encuentro
con el Amado, haciendo verdad aquello de que para el que ama “no le puede ser
amarga la muerte”.
Así murió Juan de la Cruz el
14 de diciembre de 1591, a los 49 años de edad, pidiendo perdón por las
molestias causadas a quien tanto hizo por aumentárselas a él.
¿De qué murió Juan de la
Cruz? De la septicemia causada por su mal, sí, pero también por la atracción
que sobre él ejerce el Amado. Él, que consideraba el deseo de morir como una
imperfección antinatural, vivía en la tensión de
saber que “no se puede vivir en gloria y en carne mortal juntamente”.
Y ya muerto, San Juan de la
Cruz, aquel frailecillo más bien menguado de estatura, nos dejó un gigante a
cuyos hombros subidos podemos contemplar un paisaje más amplio y bello.
____ O ____
…Y bueno será acabar este
recuerdo con la lectura atenta de uno de sus conocidos poemas:
En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada,
a oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.
¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
y en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.