miércoles, 25 de diciembre de 2019

¡FELIZ NAVIDAD!

Sí, feliz Navidad. Actualmente muchos prefieren decir “¡Felices Fiestas!”. De ese modo se trata de ocultar o borrar el carácter sacro de esta festividad. La multiplicación de las compras, las luces con que se adornan las calles, las comidas copiosas, las felicitaciones simpáticas y repetidas, los deseos de paz y felicidad, todo, todo eso no es otra cosa que el follaje con que se camufla el espacio que da  sentido a la fiesta,  que no es otro que la encarnación del Hijo de Dios.
Se dice que se trata de “laizar” la fiesta para que no ofenda a quienes no participan de la fe cristiana. Pero con eso no se hace otra cosa que resaltar y dar relieve al vacío que resulta de esconder su sentido. Se hacen más presentes las ausencias de aquellas personas que fueron como miembros de nuestro ser y que ahora duelen como el “miembro fantasma” de quienes han sufrido una amputación. O aflora la nostalgia de una infancia que vivió la fiesta en la alegría de la reunión familiar. O se hace más triste la soledad de quien no tiene con quien compartir esa alegría que se vende por todas partes…
Pero lo que ensombrece estas fechas no son ni las ausencias, ni las pérdidas, ni las nostalgias, sino el habernos olvidado de ese don sobrenatural que nos recuerda la fiesta. Ese don que de tenerse presente haría más intensa y sencilla su celebración. Aparecería esa belleza que provoca en el hombre una especie de sacudida que le hace salir de sí mismo, de la estéril resignación y que al mismo tiempo que le hiere lo despierta para mirar hacia lo alto y noble.
Acoger ese don significa que las ausencias, pérdidas o nostalgias pueden ser también algo fecundo movido por el misterio de ese nacimiento del Niño – Dios. ¿Quiénes con mejores razones para celebrar esta fiesta que aquellos a los que la vida les ha hecho tocar la realidad y los ha despertado a la esperanza del Paraíso perdido, pero posible en Jesús?
Por todo eso y mucho más…

¡FELIZ NAVIDAD!

sábado, 14 de diciembre de 2019

SAN JUAN DE LA CRUZ…


“En gracia me ha caído, hija, cuán sin razón se queja, pues tiene allá a mi padre fray Juan de la Cruz, que es un hombre celestial y divino. Pues yo le digo a mi hija que después se fue allá, no he hallado en toda Castilla otro como él, ni que tanto fervore en el camino del cielo. No creerá la soledad que causa su falta.
Miren que es un gran tesoro el que tienen allá en ese santo, y todas las de la casa traten y comuniquen con él sus almas, y verán que aprovechadas están y se hallarán muy adelante en todo lo que es espíritu y perfección; pues le ha dado nuestro Señor para esto particular gracia”.
(Teresa de Jesús. Carta a la M. Ana de Jesús, en Veas, a mediados de 1578).
Así veía Santa Teresa a San Juan de la Cruz.

Tal día como hoy, el 14 de diciembre de 1591, en Úbeda (Jaén), moría San Juan de la Cruz. Murió justo al comenzar ese día, cuando la campana del convento llamaba a maitines. Juan preguntó a qué tañía la campana, y le respondieron que a maitines. Él, abriendo los ojos, y tras miran a quienes le rodeaban, dijo: “al cielo me voy a rezarlos”.
Besó los pies del crucifijo que tenía en sus manos, y dijo a su Amado: “A tus manos encomiendo mi espíritu”.
Momentos antes, quiso que le leyeran el Cantar de los Cantares, el libro bíblico que tan bien expresa su experiencia de Dios. Podemos también decir que inspiró su Cántico espiritual…
Aquel año de 1591 fue un año de mortificación para Juan de la Cruz. O tal vez mejor de purificación. Un año en que iba a experimentar todo el alcance de lo que dijera a ese gran hermano suyo, Francisco Yepes[1], ese mismo año, por primavera en Segovia:
"Quiero contaros una cosa que me sucedió con Nuestro Señor. Teníamos un crucifijo[2] en el convento, y estando yo un día delante de él, parecióme estaría más decentemente en la iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le reverenciasen, sino también los de fuera, hícelo como me había parecido. Después de tenerle en la Iglesia puesto lo más decentemente que yo pude, estando un día en oración delante de él, me dijo: 'Fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho'. Yo le dije: 'Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco'. Esto pedí a Nuestro Señor, y Su Majestad lo ha trocado, de suerte que antes tengo pena de la mucha honra que me hacen tan sin merecerla".
Y aquello que pidió, se le concedió. O tal vez lo presentía. Será un año de renuncias, de verse relegado y de dolores físicos. Sus desavenencias con P. Doria harán que en capítulo de Madrid de 1 de junio de 1591, salga Fray Juan sin cargo alguno, disponible voluntariamente para ir a Méjico. Pero el mismo padre Nicolás Doria impedirá realizar ese deseo. Le sugiere ir a Segovia, pero al final se le envía a la provincia de Andalucía, para que allí el vicario provincial Antonio de Jesús, amigo de Fray Juan, le asigne conventualidad en cualquiera de los conventos que allí tiene la orden.
Juan de la Cruz siente que está siendo labrado para que su piedra asiente bien en el lugar asignado del soberano edificio. Algunos rencores y envidias le han llevado a tener que soportar calumnias y verse relegado a un rincón.
Se instala en La Peñuela, provincia de Jaén, a la espera que le asignen un convento definitivo. Son días de oración, trabajo en el campo y de retocar sus escritos. Siente a veces su alma muy pobre, como atravesando un desierto; pero también el desierto es admirable.
Es a finales del verano de ese año, mientras trabaja en las viñas, cuando siente un dolor agudo en el pie y aparece una mancha carmesí que luego le apostemó el pie y la pierna. Y empiezan las “calenturillas”. Los hermanos de La Peñuela sugieren trasladarlo a Baeza, donde hay conocidos de Fray Juan que podrán tratar bien su dolencia. Pero él considera que mejor pasar desapercibido, y pide ir a Úbeda. Allí llega la víspera de San Miguel. Pero mira por donde el prior del convento, Francisco Crisóstomo, es de los desafectos al santo, y no le facilitó el encuentro con el amado. A los dolores del mal y de las curas se unía la mezquindad del prior, que le escatima la comida y el lavado de las ropas y hasta de las vendas que cubrían sus heridas.
Pero a pesar de todo esto, Juan de la Cruz se mantiene de tal forma que no es espectáculo de dolor, sino de amor. Dolores y desatenciones no hacen sino purificarlo para su encuentro con el Amado, haciendo verdad aquello de que para el que ama “no le puede ser amarga la muerte”[3].
Así murió Juan de la Cruz el 14 de diciembre de 1591, a los 49 años de edad, pidiendo perdón por las molestias causadas a quien tanto hizo por aumentárselas a él.
¿De qué murió Juan de la Cruz? De la septicemia causada por su mal, sí, pero también por la atracción que sobre él ejerce el Amado. Él, que consideraba el deseo de morir como una imperfección antinatural[4], vivía en la tensión de saber que “no se puede vivir en gloria y en carne mortal juntamente”[5].
Y ya muerto, San Juan de la Cruz, aquel frailecillo más bien menguado de estatura, nos dejó un gigante a cuyos hombros subidos podemos contemplar un paisaje más amplio y bello.
                                                           ____  O  ____



…Y bueno será acabar este recuerdo con la lectura atenta de uno de sus conocidos poemas:
En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada,
a oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.
¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
y en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.


[1] Le llamo grande, pues este hombre, albañil, que no sabía escribir y apenas deletrear, alegre, a quien gustaba cantar, danzar y tocar la guitarra para acompañar coplillas, era muy espiritual. Acompañaba frecuentemente a Juan de la Cruz, y era a él a quien el santo le hacía sus revelaciones más íntimas. A pesar de ser pobre y tener no pocas cargas familiares, su corazón compasivo le hacía socorrer a quienes se encontraban en más necesidad que él, como aparecer por la casa con un pobre recogido de la calle para que tomara una taza de caldo caliente y evitar que durmiera a la fría intemperie de Castilla. El joven Juan de la Cruz admiró mucho a su hermano y deseó ser como él.
[2] Francisco de Yepes al relatar esto se equivocó, pues no era un crucifijo, sino un cuadro.
[3] Cántico B, 11,10
[4] Cántico B, 11, 8
[5] Cántico B, 11, 9